La feria de Tristán Narvaja
Todos los domingos, en Montevideo, se recrea una antigua tradición medieval: vender productos en un espacio público.Desde la Avenida 18 de julio y hasta La Paz, por toda la extensión de Tristán Narvaja, se arma la feria. El 3 de octubre de 1909 fue la primera vez que se ubicó en este lugar, tradición que se mantiene hasta hoy; sólo falta los domingos que coinciden con el 1º de enero, 1º de mayo o 25 de diciembre.
Por Gabriela Fernández
La poesía huye, a veces, de los libros
para anidar extramuros, en la calle en el silencio,
en los sueños, en la piel, en los escombros,
incluso en la basura
Joaquín Sabina
Hace un frío que cala los huesos y la feria está repleta. En la calle, los puestos de venta se recuestan en ambos cordones de la vereda. Por el corredor del medio, los visitantes circulan, miran y elijen la mercancía. A los costados, apoyados contra la pared de los edificios, se alinean más y más puestos que continúan a lo largo de las siete cuadras de extensión de la calle. Éstos, vendedores y clientes, abigarrados como racimos, frenan el impertinente viento pampero que azota la mañana montevideana. Aprovechando el resguardo, acostada en el suelo sobre un pequeño colchón y con la compañía de su muñeca de trapo, una niña de no más de tres años duerme plácidamente a pesar de los gritos de los feriantes.
—¡A las manzanas fresquitas, vecina! Aproveche, tres kilos treinta pesitos.
Los cajones de frutas y verduras se suceden uno tras otros en un despliegue de color; pequeños camiones se transforman en mini-supermercados. Entre ellos, puestos de libros, ropa, muebles, artesanías en hierro y madera, se intercalan con lo más estrafalario que se pueda ofrecer: revistas viejas, discos de vinilo, exóticos instrumentos musicales, animales, lupas, jeringas, tapas de botella, botones, adornos, cintos, cubiertos viejos, monedas en desuso, finísimas antigüedades y exclusivas colecciones filatélicas.
Y meterse en sus entrañas es una necesidad. La gente, en su mayoría abrazada al termo y al mate, camina e intenta avanzar; se aprieta, se molesta, tironea y se para en cada puesto para mirar. Los carritos de verdura interrumpen el paso; las bicicletas también. En las esquinas, los vehículos cruzan la calle a paso de hombre dejando en un sinsentido el cambio de luces de los semáforos.
—Cuidado con la cartera, señora —dice un feriante con expresión de advertencia—. Está lleno de chorros.
Es temprano y el olor a torta frita inunda el aire. Muchos se arriman a los puestos de venta y compran esa especie de tortilla plana que luego comen con distracción mientras hurgan entre los artículos a la venta. De tanto en tanto, con un mate, bajan el bocado.
A media cuadra de 18 de Julio está la librería Neruda; más allá, Rayuela, Horizonte, Tertulia y Ruben. Todas, además de los domingos, abren sus puertas a diario y venden desde destartalados libros usados hasta exclusivas ediciones. La librería Babilonia es una de ellas. Visitarla es viajar al pasado. No muy ancha, con el piso cubierto de adoquines, acoge un sinfín de ejemplares acomodados en anaqueles que cubren sus paredes y que se ubican en el medio del salón. Allí se encuentra la primera edición de “Isabel viendo llover en Macondo” de Gabriel García Márquez por un precio de 130 dólares, hasta Tratados de Derecho Civil. Del techo, como custodiando el saber, cuelga un impresionante pigargo de cuero, y entre tules, del mismo material del ave de rapiña, caen de los estantes unas máscaras de carnaval. Allí, un fragmento de “El matrimonio del cielo y del infierno” de William Blake lleva a la mística del origen de los libros.
Unas plantas crecen entre las rejas de la claraboya que ilumina el recinto con luz natural. La imagen recuerda los jardines de la antigua Babilonia. Sobre un par de mesas de madera, se amontonan libros en oferta. La gente entra, mira, elige y aprovecha a leer, mientras descansa.
En la esquina de Tristán Narvaja y Paysandú, la calle de los libros, está Fabián. Él no tiene puesto. En la vereda, arriba de un paño y mezclados con el asfalto, desparrama sus revistas antiguas, como Crónica o Marcha, libros extraños y discos de vinilo. Enfrente, un joven toca la guitarra sentado en un banco de madera. A su lado y apoyado en el piso, el estuche sirve de alcancía para recoger las pocas monedas que el público le deja. Atraída por los acordes, una mujer robusta y de piel acartonada, contornea su cuerpo al ritmo de la música. Un pañuelo le cubre la cabeza y una falda larga sus piernas. Cierra los ojos, extiende los brazos y entona en voz baja la canción. Con el último acorde termina el encanto y entonces Ilia, como un fantasma, desaparece de golpe entre la gente.
Pregones y tamboriles
—¡Manzanacaremelá! …. ¡Manzanacaramelá!— se escucha con voz chillona. Parada en la otra esquina, con un palo de madera en la mano y las manzanas acarameladas, rojas y brillantes como cristal incrustadas en él, una mujer ofrece el manjar a solo diez pesitos cada uno.
—¡Empanadas de carne, salame y queso! ¡Al horno y calentitas! ¡Pastelitos de dulce!— vocifera un vendedor; y en prolijas canastas de mimbre ofrece su mercadería.
—¡Mapas, mapas! —más alto todavía—. Comprá, que si te perdés sonaste— grita un hombre vestido con pantalón y chaqueta roja al mejor estilo circense.
A lo lejos se oye el baracatú, baracatú de los tambores de lonja de las comparsas lubolas. Tres negros, haciendo sonar un piano, un chico y un repique avanzan por el callejón del medio; tres más pasan la gorra. Unos metros más atrás y anunciándose con un pito, viene una batucada al ritmo de samba que se suma a la fiesta de sonidos.
Siguiendo por las calles transversales, Paysandú o Cerro Largo pero en dirección oeste, hacia el centro, están las casas de antigüedades: piezas de cristal soplado, perfumeros de Lalique, relojes suizos de cadena, petit muebles franceses y portugueses, porcelana de Cantón, Bavaria, Limoges o Rosenthal; marfiles, vajillas de plata y alfombras persas.
También hay muchos puestos callejeros con piezas antiguas que llaman la atención por su belleza y perfección. Es el caso del puesto de Eduardo. Una mesa con caballete cubierta con un mantel bordado, sostiene una gran variedad de artículos de porcelana y plata.
—Ese juego de té cuesta mil cuatrocientos pesos —le contesta a un cliente—. ¿Vio? Es hermoso.
—La semana que viene, ¿usted está acá? —pregunta con interés la señora.
—Sí, pero mire que hoy el juego está entero. ¿Sabe? Esa manía que tiene le gente de desarmar los juegos de té; no sé dé donde viene, si de Buenos Aires o de la Philoméne. A mí me sirve igual, ¡pero me da tanta pena! Una taza de aquí, otra de allá…horrible.
—Pero no traje plata.
—No le garantizo que esté la semana próxima. Si usted quiere entre a mi página y verá otras exclusividades que vendo. Mis clientes dicen que tengo el mejor puesto de la feria. La espero el domingo que viene.
La señora mira el juego por última vez y se despide con una sonrisa.
Del centro a la periferia
“Corazón, corazón, -yiqui-no me quieras matar corazón-yiqui-”, la voz dulce de Pedro Infante y aquel nostálgico chirriar de la púa, salen de un parlante conectado a un viejo tocadiscos. En canastos, uno al lado de otro, los discos de vinilo se ordenan por estilo de música. El vendedor, cuida celosamente el orden y con cara de desconfianza se acerca al que busca en las pilas. Un poco más adelante, gallinas, gallos, loros, canarios y cotorritas se exhiben en viejas jaulas de alambre; al lado, bolsas con comida para animales y accesorios para aves. En la esquina, adentro de una caja de cartón, pelean por salir cinco perros cachorros, mientras un niño ofrece uno entre los brazos.
La feria sigue hasta el final de Tristán Narvaja y continúa por La Paz que cruza en forma transversal. Los puestos están más alejados entre sí; mucha de la mercadería, alguna de dudosa procedencia, se acomoda en el piso.
En el medio de la calle, un par de viejos arropados hasta la cabeza, juega a las cartas. Sobre una mesa de madera, tan alta que les permite estar parados, las cartas van y vienen esperando formar la conga. Un lápiz mocho y un papel arrugado sirven para sumar los puntos de cada mano.
—¡Conga! —dice el más joven.
—A ver —contesta el otro alargando la vista—. Está bien…. Anoto menos diez. Justo, yo estaba esperando ésta —señala con el dedo.
—Doy yo —dijo el otro.
Y siguieron jugando en medio del frío como en el mejor y más cómodo salón.
En la vereda, un caballo come de un tarro de plástico los restos de verdura que algún feriante le arrimó. Su dueño, junta las cosas que tiene en el piso para vender y las acomoda adentro del carro. Se siente un fuerte olor a chorizo. Enfrente, en la parrilla de un medio tanque, se asan cuatro solitarios chorizos; atrás, sobre las brasas, hecha humo una vieja caldera tiznada.
Donde termina la feria, por La Paz, está la plazuela Cristóbal Echevarriarza. Susana y su marido, el Negro, hace diez años que se ubican ahí. En esta zona los contralores municipales casi no existen. Ella tiene sesenta y tres años y está jubilada. Con un gorro de lana gruesa y una bufanda cubriéndole parte de la cara, intenta soportar en algo el frío de la mañana. Sobre una mesa plegable y como esperando seducir a algún despistado transeúnte, se acomodan hileras de bandejas de alfajores. En igual disposición, pero al lado y en otra mesa, una torta de fiambre y una pizza en igual espera.
—A mí no me da para vivir con los cinco mil pesos que cobro de jubilación. La plata no me da, —dice con voz apurada—. Paso mucho frío, ¿sabe? Tanto trabajar y estos lo único que hacen es darle plata a los vagos que no hacen nada. Todo pa´ ellos. Se cuelgan de la luz, no pagan el agua. Son unos sinvergüenzas; y “el viejo” —haciendo referencia al Presidente de la República— es pura boca.
—¿Cuánto vale ese casco? —pregunta un cliente.
—¡Negro! —le grita a su marido—. Cien pesos era el casco, ¿no?
—Si, vieja, cien.
—¿Nada menos?
—¡Qué menos! Con este frío… que estoy desde las siete. ¿Le parece? Si le gusta, lo lleva, y si no lo deja.
El hombre saca del bolsillo los cien pesos y compra el casco. Antes de irse, y confirmando su simple afán regateador, compra un buen trozo de pizza y se va comiendo.
Son las tres de la tarde; el tiempo pasó rápido. El Negro y Susana guardan sus cosas en la camioneta estacionada en la esquina. Más allá, los viejos se despiden con la ilusión de la próxima conga dominguera. Fabián junta sus revistas y Eduardo ordena en cajas las copas y los juegos de porcelana.
Un domingo más y una galería de personajes se suma a los que años atrás pasaron por este lugar, como el actor Antonio “Taco” Larreta, el profesor Vicente Cicalese,o Fosforito, personaje que recorría la feria cubierto de carteles publicitarios. Ellos son los que escriben semana a semana esa poesía que huyó de los libros, la que está en la calle, en la esquina, en la gente y en la basura; esa, que es la esencia misma de la ciudad.
La voz de Pedro Infante y el repicar de los tambores ya no se escucha. En su lugar, el golpeteo agudo de los fierros anuncia que la feria se termina.
Gabriela Fernández