«Kimonos en la Tierra Roja» de Rodolfo Walsh (Análisis de la crónica)

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Kimonos en la Tierra Roja” narra como vive un grupo de japoneses en Colonia Luján. En una superficie de 3100 hectáreas, ubicada sobre la ruta 14, entre Misiones y Puerto Iguazú, se radicó este grupo de noventa familias campesinas, provenientes de la provincia de Niasaki buscando un lugar donde asentarse y cultivar la tierra. Le ofrecieron chacras en donde la prosperidad era segura; sin embargo, cuando llegaron la realidad era otra: campos cubiertos de monte, piedras que rompían sus arados y lluvias que arruinaban sus cosechas una y otra vez.

Igual que un pintor con su pincel, Rodolfo Walsh, describe las costumbres de estos inmigrantes; relata las expectativas que tenían cuando abandonaron su patria, la frustración del engaño y el fracaso de sus proyectos. Acompañado del fotógrafo Pablo Alonso, se metió en la vida de estos nipones, compartió con ellos sus experiencias cotidianas y escuchó sus historias. Su lectura transporta a esta “tierra roja” alejada del mundo urbano. El lector vive con el cronista cada minuto de su experiencia.

La crónica comienza con la descripción de un grupo de jóvenes mujeres que bailan antiguos rituales de su tierra. En forma contundente define donde están: en Misiones y no en Japón.

Luego el relato se divide en cuatro partes subtituladas: “El país de la promesa”, “El Páramo”, “Los que se quedan”, “Sinichi y Compañía” y “Voces en el Crepúsculo”. Los sub-títulos sugieren el contenido: los que se van, los que se quedan, la escuela, los maestros, los sueños de los jóvenes y las angustias de los viejos.

En el transcurro de la narración, el autor describe a varios de los personajes, a los que identifica con sus nombres propios: “las muchachas bailan vestidas con el kimono y el obi multicolores y tocadas con grandes sombreros de paja (…). Se llaman Yashiko Takeichi, Aíko Kanmuse, Sachiko Kawamura, Yoshiko Kotó…”, o cuando describe la escuela y sus alumnos, nos dice: “Kasuya Hoka nos habla en un castellano claro aunque sacudido por corrientes eléctricas (…). Sinichi tiene doce años. Lleva la casaca negra, abotonada hasta el cuello con dorados botones repujados de emblemas, que usan en su país los escolares”.

Cuenta sus historias y las de sus familias; escribe como hablan y utiliza onomatopeyas. Así por ejemplo dice de la Señora Yatsuda y de su familia: “Esta es la señora Yatsuda, olvidada hasta de si misma (…). Su hijo nos cuenta la misma historia de todos. El tabaco. La lluvia. Setiembre planta tabaco. Marzo cosecha tabaco. Julio vende tabaco. Pero lluvia, siempre lluvia pudre tabaco.”

Utiliza abundantes adjetivos: “increíble, altísimo, desventrado galpón de láminas y pajas “, «bajo el techo altísimo, las paredes finas como papel por donde se cuela un viento agrio y frío”, o “el reposado Harumi, la apacible señora Yoshiko, la hermosa Yukie, el serio Rysuke y el joven Shogi”. Esto, lo combina con metáforas, como cuando dice de Yatsuda: “extraviada y sola y triste como un fantasma” o de Takahei Shin “doblado en inverosímil ángulo recto”. Esto hace que la lectura sea ágil y precisa. Introduce en la escena y en los diálogos a Pablo, su compañero de viaje y fotógrafo quien tiene una participación activa en el desarrollo de los hechos:”…oigo a Pablo murmurar entre sueños: ─La princesa.”

A pesar de que Walsh narra la historia de la familia de Harumi Ida, que aún conserva con esta tierra un especial sentido de arraigo y pertenencia, crea, con la utilización de todos estos recursos, un contexto en donde impera la falta de ilusión y de esperanza.

La crónica puede leerse en la recopilación de textos periodísticos de R. Walsh El violento oficio de escribir. Fue publicada por primera vez en la revista Panorama, en 1967.

 

 

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