4646 días

–¿Pero, no tenía miedo mientras sacaba las fotos? –le pregunta ella con acento italiano.

Tiscornia hace una pausa y sonríe mientras mira el piso.

–El miedo es algo con lo que se convive todos los días –le responde.

Está parado sobre el plano a escala 1:1 de su celda. Los muros representados encierran partes del reglamento penitenciario en letra blanca sobre el pleno negro de la pared cortada. «Está prohibido dibujar palomas, manos en forma de palomas, mosquitos…» se lee en un pequeño recuadro que representa una mesa.

–Tiene el ancho de un cristo crucificado que apenas se bambolea y el largo de cinco pasos –comenta extendiendo los brazos y dejándose ir de un lado a otro.

A la izquierda, atravesando la puerta, está la taza turca delante de una pared ochavada que oculta un ducto. Dos camas a modo de cucheta y, al fondo la representación cartesiana de la pequeña ventana que asfixia de solo mirarla.

En la sala del primer piso del Centro de Fotografía de Montevideo se expone una serie de fotos que Jorge Tiscornia tomó dentro del penal de Libertad durante uno de los 4646 días en los que  estuvo preso en la dictadura. La muestra se completa con un conjunto de monitores que alternan imágenes de los almanaques que el fotógrafo llevó a modo de agenda con una iconografía muy particular durante toda su estadía y que relatan acontecimientos importantes del diario vivir. «Visita n° 281,282…» se muestra en uno de los últimos monitores justo debajo de la sucesión de numeros tachados del mes.

Al lado suyo hay un grupo de jóvenes que lo escucha atentamente mientras ojea los textos impresos en el suelo. Son parte de una de las visitas guiadas que realiza y que exponencialmente dan sentido a la muestra.

–Cada uno de los cinco pisos era una cárcel diferente. El nuestro era el segundo y estábamos 23 horas por día sin salir de la celda –comenta.

En el quinto piso funcionaba la comisión de fotografía del penal, que se encargaba de registrar la entrada y la salida de los reclusos y archivar sus fotos junto a cada expediente. En ella trabajaba un amigo de Jorge, el «Chacal», que fue quien finalmente le facilitó la cámara.

–Ahora es tu responsabilidad –le dijo aquel día, mientras le entregaba la máquina envuelta en un paquete que recogería a las ocho de la mañana del día siguiente.

La cámara, una reflex con lente fijo, era idéntica a la que le requisaron cuando ingresó y es probable que fuera la misma, pues no recuerda haber tenido ningún problema para manipularla, a pesar de que hacía muchos años que no tomaba fotos y del temor que la situación generaba. Planificó hacer tomas del patio justo después del recreo del mediodía, pues allí disminuía la guardia, y así lo hizo. Realizó  fotos que, en conjunto, forman una panorámica de las canchas y las barracas del lado Este, y otras del desolador paisaje de campo que se vé a través de las ventanas del celdario Oeste. Durante esa noche fotografió  su celda y una vista nocturna de las barracas a través de las rejas. La obtención de los negativos de aquella jornada también fue un acto de complicidad.

El fotógrafo cuenta como la cárcel funciona solo a partir de la existencia de presos y como puede ir cambiando según la voluntad de éstos. Los primeros reglamentos eran muy severos y fueron evolucionando a medida que los reclusos los hicieron ver inapropiados o faltos de sentido común. Pequeñas libertades como la existencia de libros en las celdas fueron algunos de estos cambios. Incluso, promediando la dictadura funcionaba una biblioteca organizada desde dentro del penal por los propios reclusos con todos los libros que fueron acumulando en sucesivas visitas de familiares.

–Con 23 horas por día en la celda, un libro te duraba lo que una jornada –cuenta Jorge.

Recuerda con claridad los primeros cinco libros que sus familiares le llevaron. Sugerentes títulos como «El coronel no tiene quien le escriba» o «Cien años de soledad» eran parte de esa primera tanda que duró una semana.

Tiscornia cuenta con lujo detalles su vida en la cárcel. Solo parece quebrarse cuando recuerda a su padre pidiéndole que se prepare para quedarse cinco años más. Por un breve instante sus ojos se enrojecen pero retoma el relato de inmediato con apenas una pausa imperceptible.

–La ventaja que tenía yo es que mi padre me venía con la realidad –dice mientras señala su palma como si en ella estuviera escrito el pronóstico.

La última vez que su padre le pidió que se preparara para estar otro lustro en el penal fue en el año 1981. Jorge retomó la libertad en marzo de 1985 y se llevó consigo un libro de la biblioteca del penal sobre arte y diseño.

Pablo Villoldo

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Un comentario en “4646 días

  1. Gabriela dijo:

    ¡Muy buena! Me quedé con pena de no poder ir pero con esta lectura es como si hubiera estado.
    Me gustó lo de los primeros libros que entraban a la cárcel. jeje. Los milicos no tenían ni idea quien era García Márquez,¡¡eran más burros!!

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