La Chevrolet roja surca el Camino de las Tropas, vía de tierra que une en forma zigzagueante Playa Pascual con Colonia Wilson, zona rural del departamento de San José, perteneciente al Instituto Nacional de Colonización. Maneja El Chikito, al medio voy pegado a la palanca de cambios y mi hermano Nicolás apostado contra la puerta derecha del vehículo. Son las diez y media de la mañana de un domingo a puro sol, que promete ir a votar, bancarse el calor y sentarse a comer debajo de un árbol.
La Escuela 76 de Colonia Wilson dista a 3 km de la ruta 1. La camioneta deja el Camino de las Tropas y se acopla a la vía única de la colonia. Una línea coqueta y asfaltada, desde hace unos pocos años, ya que la instalación de una central eléctrica estatal contra la costa, revitalizó a la zona, dotándole de movimiento y del beneficio de cambiar el eterno camino de balasto por el bitumen hasta la playa. A los costados del camino se ven quintas. Canteros de frutillas, filas de manzanas, viña, zapallitos, campos con abundante pasturas, invernáculos de tomates con los costados levantados para bajar un poco la temperatura. La zona tuvo una época de esplendor hasta fines de los 80, cuando los quinteros empezaron a cambiar de trabajo, a emigrar, a vender sus campos por pocos pesos, a dejar sus campos abandonados a los yuyos, a la mugre, al desgano y a la mala suerte. Por casi dos décadas la zona se convirtió en un territorio gris, imposible de visitar por quienes la habían conocido en su apogeo. La actualidad dista de esa época casi onírica, pero por lo menos ahora está lleno de vida y de muchos colores.
A la izquierda y frente a un almacén está la escuela. Si uno sigue el camino se ve la bajada que permite tener una larga perspectiva del camino hasta la playa. La vista se pierde entre muchos verdes y casitas diminutas, que arañan desde abajo al cielo celeste del domingo. El edificio central del local es el más antiguo, pintado de blanco y con un cartel de madera cerca de la calle. Un lote de árboles veteranos flanquea la entrada y rodean a la escuela. Es imposible no encontrarse con sombra allí, por lo cual la gente se agolpa en la puerta para saludarse, para hacer chistes con los candidatos de uno y otro, pero esos son los menos, ya que al ser todos vecinos, o conocidos de toda la vida, se sabe que vota el otro o se lo imagina, pero nadie habla de política a boca de jarro, se saludan como todos los días y hacen la cola, para terminar con la faena e irse tranquilos a la casa.
Apenas llegados por la entrada de la cancha de fútbol contigua, dejamos el vehículo prendido, ya que anda difícil de arrancar La “Chevrolé”. Quedó sola pistoneando al sol con las puertas cerradas y los vidrios bajos. Dos delegados en la puerta nos indicaban el circuito en el que nos tocaba hacer fila. Una señora por la Lista 400 y un flaco por el Frente Amplio. La cola salía unos diez metros del local, estamos en una “hora pico” por lo cual el movimiento para los cuatro circuitos habilitados es intenso, habría unas treinta personas dentro del local. El Gringo Gerardo, dt del equipo de fútbol de la zona, El Tupa, veterano bebedor que más de una vez se escapó de la parca, La vieja Urbán y sus hijas solteronas que regentean el Templo Adventista de la zona, Karina que iba conmigo a la escuela y me la encontré en la fila, Rosa la hija del Canario Suárez, en cuyo casamiento su flamante esposo desafió a duelo criollo a su nobel suegro, Marcelo el que trabaja en la UTE y te coloca las llaves truchas, Waldemar con sus infinitos tics nerviosos, la hija del japonés Hirata y los gruesos hijos del gordo Sole, protagonistas de una historia que quizás me atreveré a contar en otra ocasión.
Cuatro mesas en el local central de la escuela. Voy detrás de mi hermano que está algo impaciente, ya que nunca tuvimos que hacer tanta cola en una instancia electoral en nuestro circuito. Estamos esperando hace casi diez minutos para votar, El Chikito está en otra fila, algo confundido, ya que hemos votado todos en el mismo circuito desde siempre. A último momento consulta y va a nuestra fila, el delegado le indicó mal donde pararse, en vez de enojarse se colocó detrás de nosotros y empezó a conversar con un vecino en otro circuito.
Las papeletas están apiladas en bancos individuales de escuela. Encuentro la que tengo pensado votar, la doblo en cuatro y entra en el sobre. Acto seguido cazo algunas listas con caras de siniestros personajes, otras con representantes odiados por algún familiar para llevárselas después, las del Si a la Baja y una de los Colorados. Las introduzco en el bolsillo inferior derecho de la bermuda y regreso a la mesa, para acto seguido sufragar. Levanto la Credencial más el muy perdible papelito y me voy del local.
La Chevrolé roja surca un camino de tierra con árboles de arándanos a la derecha, hay una casa tapiada donde hubo un taller mecánico hace unos años. Hay gente al sol juntando frutilla y se ve la carretera desde lejos. A nosotros solo nos queda hacer la comida electoral, esa reunión que celebramos en cada votación, donde nos sentamos a comer a la sombra hasta masomenos reventar o casi. Alguien lleva la pasta, otro tiene media botella de algo, alguien anunció flores dulzonas y el encargado de la frutilla para la ensalada de frutas soy yo. Por eso, ya cumplidos con nuestro deber ciudadano, solo nos resta el acto cívico, de tener que pasar por casa.
Popi