Con los tobillos hinchados y los muslos algo molestos, me calcé las sandalias grises deportivas y subimos con mis dos amigas hacia 18. Del silencio de Cerro Largo y el aire quieto, como había estado toda la jornada de mormazo, a las bocinas en la avenida principal. Las banderas pegadas de la ventosa al cristal trasero de los coches, y la alegría frenteamplista con los dedos pulgar, índice y medio en alto.
Del puño, al juntos por tercera vez. Así es la síntesis de esta coalición de izquierda fundada en 1971, que preside al Uruguay desde hace diez años.
En un sentido y en otro iban los autos: hacia el Obelisco y hacia la plaza Libertad. Los peatones se volvían compañeros. Las fronteras de sectores, bancas y listas, se desdibujaban paso a paso, en el asfalto y la vereda.
“… la generación dorada que honra la democracia de este país”, llegamos a escuchar de Fabiana Goyeneche, vocera de la Comisión No a la Baja, a través del parlante que emitía en la esquina de José Enrique Rodó y Eduardo Acevedo. Colibríes de cartón multicolor eran lanzados y caían lentamente, como una purpurina extraña, llamativa como el vuelo de esa ave que va hacia atrás para poder avanzar después.
Llantos, abrazos, bailes que de a poco dejaban de ser tímidos. Se vivía el ajustado triunfo por el «NO» a bajar la edad de imputabilidad como lo que había sido: un esfuerzo a contrarreloj del pensamiento conservador que atraviesa capas sociales y orientaciones políticas para criminalizar a la juventud pobre, tildando de lumpen, vago, chorro, a todas esas historias detrás de cada gorra.
Brindis, con la botella de cerveza que pasa de mano en mano, y las bocinas por 18 de Julio son cada vez más constantes. Hay que ver cómo festeja el FA. Hacia la sede central, la explanada de la Intendencia, la plaza Libertad; hacia la celebración debajo del escenario, íbamos dos extranjeras residentes y una uruguaya descreída, a bajar la guardia y sumarnos un rato al fragor colectivo.
Escoltadas por una chata oxidada, una Chevy redonda que en su caja llevaba a cuatro jóvenes muy orondas sentadas en sillitas playeras verde flúo. Su bocina era similar al arribo de un buque: grave, estremecedora, omnipotente.
Ahora el sentido era uno solo: banderas al cuello, como capas de superhéroes humanos, o flameando raleadas y descoloridas, siendo parte el rojo, azul y blanco del enésimo acto, atada al palo cargado al hombro.
Algunas sílabas de Tabaré llegaban a oírse desde el escenario que estaba a tres cuadras. Lo importante seguía siendo lo cercano. El abrazo con ese amigo que nació en Madrid durante el exilio de sus padres y votó por primera vez en su paisito. El abrazo con Olga, que disfruta de la libertad de retornar a su pieza de pensión cuando quiere, en lugar de dormir en un refugio, y que ha vivido otra alegría en esta jornada: reencontrarse con su hijo de 29 años, a quien no veía desde los 5. La mirada esquiva de esa amiga que ya no es. El que viene en curda y queda adelante en la fila para comprar el chori a 60 pesos.
Y el jingle, reiterativo, chocante, pegadizo, que recuerda: Uruguay no se detiene.
Por Azul Cordo