La calle y sus habitantes

Eli se sobresaltó cuando sonó el timbre de la puerta, miró el reloj y su temor creció cuando vio que era la una y media de la mañana. Se acercó a la ventana del living, miró para el porche pero no vio a nadie.

-¿Quién llamó? -preguntó con voz fuerte y segura.

En ese momento vio acercarse la figura de un hombre muy joven, con barba espesa, cara sucia y percudida por el polvo, la grasa y la vida a la intemperie. Estaba cubierto con una vieja frazada que ocultaba casi totalmente unos pantalones hechos girones. Un zapato roto color negro en su pie derecho y un champión casi sin suela cubría su pie izquierdo.

-Soy el vecino que vive en el tanque de la OSE del callejón -dijo el joven-; no se asuste, sólo necesito un poco de yerba para armar un mate. Pronto será de noche y los grillos van a empezar con su música y las libélulas a bailar. No quiero dormirme, ellos alegran mi vida.

-Ya le traigo -respondió ella.

-¿Tendrá un poco de aceite quemado?

-No, aceite no.

Entre temerosa y enternecida, fue hacia la cocina, puso yerba para dos o tres cebaduras en una bolsa de nylon y abriendo un poco la ventana se la dio al joven. Él la miró y por una fracción de segundo su mirada fue de agradecimiento, pero inmediatamente sus ojos volvieron a velarse, no dijo una sola palabra y atravesó el jardín con pasos de baile en dirección a la calle solitaria en esa fría madrugada de Solymar.

Por Amelia Porteiro

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