Sin ninguna excepción, era el bebé más feo que había visto en mi vida.
Era tan horrible que no podía decir nada. Ninguna palabra salía de mi boca.
“Plumas”, Raymond Carver
La mosca aterrizó en la insolada cabeza y frotó sus patas compulsivamente. Fue a izquierda. Fue a derecha. Arriba y abajo. Y volvió al punto inicial. Recién tras un par de minutos, un errático manotazo le indicó que debía remontar vuelo. El insecto, de relajado juicio estético, no lo supo, pero había entrado en contacto con, acaso, el rostro más feo de la historia universal.
El feo
Homero se precavió de no describir cabalmente a la mujer más hermosa del mundo clásico: Helena. Esa renuncia era la confesión de un fracaso: el del lenguaje. Era una frontera. El hallazgo de una realidad irreductible a palabras. Aunque de signo opuesto, es este el mismo concepto que debemos aplicar al rostro que hoy nos convoca. Podríamos referir la interminable papada que hacía difuso el límite de cara y cuello; podríamos referir la boca pequeña, como un tajo, con su labio superior caído; los dientes, de presencia esporádica y desorientada; los pómulos, inexistentes; la nariz amplia y fofa; las cuencas desbordadas con un par de ojos azabache; la frente demasiado amplia veteada de marrón; y, claro, el escaso y finísimo cabello colorado. Podríamos, como si él hubiera escuchado esta descripción, agregar el color de tez: esas pieles que de tan pálidas dejan traslucir el incesante tráfico sanguíneo, y así ofrecen un tono de eterna vergüenza o culpa. Y, con todo, nada de lo dicho agotaba su desdichada condición. Era el logro más acabado del desajuste: un error de formas, sin atenuantes.
La madre
Con la misma mano con la que había ahuyentado a la mosca, tomó una botella de ginebra y se la llevó a la boca. Eso y mirar hacia el horizonte, había sido toda su rutina durante el día. Ni siquiera se había movido; sentado en el último escalón del pórtico de madera crujiente, de espaldas a la casa baja y coronada de chapa, el sol había pasado, había ardido sobre su cuerpo y ahora caía tras las pilas de alfalfa, a lo lejos.
Aquella botella de ginebra estaba escoltada por otras tres, ya vacías. Cualquier extranjero lo hubiera considerado un campesino borracho; para sus vecinos, en cambio, era un campesino borracho que penaba a su madre. Aquel día no era como cualquier otro: se conmemoraba el quinto aniversario de su muerte. No es que recordara la fecha exacta o hiciera una elegía a su memoria: para él, el recuerdo era algo más visceral, inconsciente, subterráneo. Insuperable, por lo tanto. No podía ser de otra manera: desde la muerte del padre, el carácter sobreprotector de Olla había crecido hasta la obsesión. Para ella, la fealdad de su hijo, era una forma de incapacidad. Debía cuidarlo del mundo, para que el mundo no lo destruyera. O acaso, al revés. Él aceptó con beneplácito o resignación el sometimiento; lo cierto, es que no se opuso. Nada dijo cuando ella lo retiró del colegio secundario, porque temía a la maledicencia de los otros jóvenes. Nada dijo cuándo le espetó en la cara a Jenny Dollant, la hija del viejo tornero Dollant:
–No te acerques más a mi hijo. Él no necesita tu lastima: acabarás por lastimarlo, pequeña cualquiera.
Nada, cuando le sacó el tubo del teléfono de las manos:
–Harold no va a ir a vivir a New Orleans para tocar con su banda de jazz, Sr. Levine –la mano derecha, tensa, con el puño muy cerrado y el brazo recto, permanecía dentro del bolsillo del delantal–. ¿Sabe? Su lugar está aquí, junto a su madre. No podría sobrevivir a una gran ciudad: se lo devoraría –mientras, aprovechando la distracción, Harold, como ya era un hombre de treinta años, se atrevió a un pequeño acto de insubordinación: guardó subrepticiamente la tarjeta que Levine le había dado dentro de la manga derecha–. ¿Y vivir de la música? ¡Él es un mecánico, por Dios bendito!
Cuando la madre murió, pasó cinco horas sentado junto al cuerpo, en la cama, llamándola por lo bajo (“Mamá, ¿mamá?”): no se convencía que no estuviera dormida. La causa médica fue una súbita falla cardiaca durante el sueño. La causa última, ya tenía veinte años entonces. El tiempo exacto de su viudez. Para una mujer que vivía su matrimonio como la incansable purga de una deuda de gratitud, que había consagrado sus días y sus noches al devoto servicio del altar conyugal, la libertad era una oscura forma de opresión. Aún peor, era la ausencia de todo sentido.
Tras la muerte, Harold no se atrevió a tocar ni una sola cosa de la casa: todo guardaba el mismo exacto orden desde entonces. Giró brevemente el cuello y, a través de la puerta entreabierta, infinitamente cuadriculado por el tejido del mosquitero, pudo vislumbrar el contorno del molde de la dentadura materna antes que el padre solventara sus necesidades odontológicas, sobre la televisión. Allí había sido puesto para exhibir la generosidad de uno y la fortuna del otro. Hasta el día de hoy, esa imagen lo aterraba y alimentaba sus pesadillas.
El banjo
–¡Merv! ¡Hey, Merv! –el más pequeño de los Levingston hacía círculos con la bicicleta frente a él; era ostensible, por el movimiento exagerado de las piernas, que era de un rodado mayor del apropiado–. ¡Mervin, hombre! –activó los frenos y se paró delante de él. La rueda de atrás derrapó levemente, levantando polvo. Le tocó el timbre del birrodado frente a su cara y con afectación maternal continuó–. Harold Mervin Jackson, ¡espabílate!
Harold alzó el rostro. Entre los rasgos atroces se percibía confusión y el niño pensó (y no dijo) “que tonto eres…”
–Cuidado con mi césped, chiquillo –el tono era parsimonioso: indiferente, casi. El niño inclinó su dorada y tersa cabellera: bajo sus pies se extendía tierra revuelta y pedregosa, y algún brote espontaneo. Por el rabillo del ojo, insistió a derecha e izquierda: maleza y más maleza. Con el ceño fruncido miró a Harold, incapaz de advertir cuál de los dos era tomado por tonto. Y le dijo:
–Mi padre quiere saber cuándo estará pronto su tractor –con una mano se rascaba la nuca cortada a navaja, probablemente morada por piojos, y con la otra contenía los mocos. Harold tomó un pastito y lo retorció entre sus manos, entornó los ojos contra un árbol a su siniestra. Tenía la espalda encorvada; los codos reposaban en las rodillas. Al niño no le sorprendió que tuviera las ropas de trabajo: la camisa de tartán celeste abierta, una musculosa mostaza manchada de grasa de motor debajo, los vaqueros gastados y las botas de cuero endurecido por el agua y el sol. En el sur, los hombres no andaban de corbata y maletín; no los esperaba al final del día un par de pantuflas y una bata con sus iniciales bordadas. Al sureste del Mississippi se vivía y se moría sin comodidades ni alta costura.
–Decile que pase por aquí en unos tres, cuatro días –masculló Harold.
El más pequeño de los Levingston estribó en los pedales de la bicicleta, cobró impulso y partió sin agregar palabra. Era muy joven para advertir las diferencias entre una buena borrachera y el aletargamiento de la estupidez. En el pueblo, nadie hubiera dicho que Harold brillaba por su inteligencia; nadie, tampoco, que era un tonto. En cuanto a su erudición, que no debe confundirse –como usualmente los hombres hacen– con su buen o mal juicio, se agotaba en unos cuantos volúmenes de la Enciclopedia Americana –ese remedo áspero y prescindible de la Enciclopedia Británica–. Podríamos decir que conocía cabalmente el Universo de la C a la I. Este saber parcial y minucioso, era atribuible a su padre: su último trabajo fue el de vendedor de libros, puerta a puerta. Aquellos que al paso de un tiempo no podía colocar, recalaban en la incipiente biblioteca del hogar.
Había un talento que nadie ignoraba en el pueblo: Harold era un magnifico ejecutante de banjo. Fue, el instrumento, regalo inexplicable de uno de sus tíos para su segundo cumpleaños. Aprendió a darle uso a los cinco, copiando las melodías de jazz que escuchaba en la radio. Para los siete, ya mostraba los signos del futuro virtuoso. Solía tocar en esa misma escalera del pórtico, durante largas horas. Los padres lo veían con complacencia: entretenía al niño y aplacaba los ánimos de la mascota de la familia, que, desafiando toda probabilidad, era un pavo real. Cuando el pavo murió, quisieron conservar algo de él, y entonces de sus tripas el banjo obtuvo cuerdas nuevas y de su cola, una elegante pluma violácea fija al clavijero.
A los diez, los dotes musicales de Harold llegaron a oídos del dueño de la radio local: una precaria FM de escasos kilómetros de alcance. Jerry Brummer golpeó la puerta de los Jackson con la ridícula idea de que el niño debía grabar un EP. Él se encargaría de los costos, y luego repartiría las regalías. Hablaba de que sería un fenómeno, como Elvis, pero del Country. Sentado en la sala, con una limonada recién hecha en la mano y una breve corbata naranja que no alcanzaba a descender la loma de su barriga, era objeto de la mirada incrédula de los padres. Era la oportunidad que habían soñado para su hijo: había tocado a la puerta y estaba allí, sudando en uno de sus sillones y pidiendo más limonada. Se miraban y no se podían mover ni decir nada, entre la felicidad y la duda. Harold, en cambio, no estaba sorprendido: cómo todo niño, aceptaba con despreocupada naturalidad cuanto el mundo le ofrecía. En dos meses, estuvo el disco pronto. (De bluegrass, ¡qué remedio!). Durante los siguientes seis, no volvieron a oír de Brummer; temieron lo peor, pero era de prever: el escaso presupuesto del productor le imponía asumir también la tarea de distribuidor, radio a radio. Despuntaba la primavera cuando volvió a aquel pórtico. Esta vez no entró ni bebió limonada. Olla, la madre, abrió la puerta; llevaba a Harold prendido del delantal. Brummer le extendió una bolsa de papel de estraza.
–Señora –mientras le ofrecía la bolsa, con la otra mano se quitaba el sombrero en señal de respeto–. Esta es la parte que les corresponde. El disco se vendió bien. Ha sido un gusto hacer negocios con ustedes.
–Gracias –estaba seria: algo no entendía–. Perdón, pero cuando hablamos por primera tuve la impresión que, si este disco se vendía, seguiría contratando a Harold.
–Eh, sí… –se notaba a Brummer ostensiblemente incomodo; había algo que decir, y aún no sabía cómo–. Su hijo tiene talento; ¡que me lleven los demonios si le miento…! Pero eso no siempre es suficiente en el mundo del espectáculo. En cada disquería, en cada teatro, me dijeron que era el rostro más feo que jamás habían visto. Y eso, en estas tierras olvidadas de la mano de Dios, es mucho decir. Me pidieron que cambiara la caratula para que el disco fuera vendible; me aconsejaron que no hiciera conciertos: la gente sólo podría disfrutar de la música si cerrara los ojos. Es lo mejor. Yo volveré a la radio; ustedes, a sus tareas.
Bajó los escalones pesadamente. Olla lo miraba marcharse mientras sostenía la puerta del mosquitero, y contenía el llanto. Harold, no: su pecho estaba empapado. Los nudillos rojos, rojísimos torcían desesperados el dolor en el delantal materno.
El predicador
Los techos, los caminos, los pastizales: las sombras de la noche lo iban ocupando todo, poco a poco. Los hombres se convertían en siluetas; las aves desaparecían; los grillos emergían por miles, cada uno con su propia orquesta disonante. Harold se levantó pesadamente; era más bien flaco, de esos que uno nunca sabe si les sobra hueso o les falta carne, pero la gravedad y la desidia suman toneladas a los hombros. Sacó un fosforó del bolsillo de la camisa, abrió la pequeña puerta de la lámpara colgante y la encendió. Era un ínfimo faro en el mar de la noche. Quien hubiere unido la luz incandescente y puntual de cada rancho, hubiere trazado el dibujo de la errática historia de las agrupaciones humanas. Volvió a sentarse a la escalera. Pensó un par de segundos, no precisaba más, y confirmó su decisión: esa noche no iría a tocar, como hacía cada sábado, a la taberna del pueblo. Lo acompañaban algunos improvisados en, qué remedio, algún bluegrass. No era falta de deseo lo que sufría: su relación con el banjo estaba más allá del goce y el martirio; lo hacía compulsivamente, con aire de inevitable: como si tocar el banjo fuera la razón de ser de sus manos, y sin él se vieran ridículas, inexplicables. Era la gente. Esa noche no quería tolerar la vulgaridad de su auditorio, los repetidos errores de la banda, las miradas desdeñosas de Betty, la moza de largas pestañas y andar campaneante a través de las mesas.
–¡Oh, my Lord! ¡Sweet, sweet Lord! –Ese canto lejano lo extrajo de sus cavilaciones. Unas palmas solitarias marcaban el compás–. ¡Lead me, Lord! ¡My sweet Lord!
Advirtió que la voz se acercaba y que no la reconocía. Esa ignorancia era inusual para esos parajes y, de no ser por el desdén que le imprimía a todo, hubiera sentido miedo. Harold, entre todas las especies de la noche, estaba menos cerca de los cazadores que de las presas. Era feo, incluso repugnante pero su espíritu, a despecho de los razonamientos de Stevenson en aquel célebre cuento, no tenía vocación para el mal. No había Mr. Hyde. Mr. Hyde es Dorian Gray. La voz que cantaba era hermosa y desgarradora; parecía cargar con el lamento de millones de hombres y cientos de años. Resonaba más y más fuerte en la oscuridad. Harold estimaba que ya debían estar junto a él, pero no los veía. Lo perturbaba la contradicción de percepciones: le vedaba un juicio preciso que le permitiera hacer pie en la realidad. Luego de dos largos minutos (para entonces ya sentía incluso el ruido de las suelas, cuatro, gastando el camino de tierra), hicieron su aparición en el cono de luz del rancho. El hombre, sin permitirse la duda, avanzó hacía el pórtico con una sonrisa desmesurada y la mano derecha extendida. Harold miró la mano y a su dueño; nada en él parecía dispuesto a devolver el saludo. El otro decidió que no debía desanimarse y unos instantes después, recibió la recompensa: Harold alzó su mano, blanda, como resignado. El visitante la estrechó complacido.
–Buenas noches, hermano. Soy Edward Cumming, Ministro de la Primera Iglesia Presbiteriana Episcopal de los Santos del último Adviento –de mediana estatura, llevaba un traje de un marrón muy oscuro, camisa blanca abotonada hasta el mismísimo cuello a pesar de no tener corbata y zapatos empolvados. El pelo, castaño y grasoso, iba recogido en una cola de caballo; a ras de la cara, corría una barba encanecida, salvo en la pera, donde ganaba uno centímetros en forma de triángulo isósceles invertido. Llevaba, previsiblemente, una biblia bajo el brazo izquierdo. Además (debí haberlo mencionado antes que nada, lo sé) un parche negro le cubría uno de los ojos con aire (¿previsiblemente?) piratesco–. Aquí a mi lado, la más devota de mis feligresas –puso su mano derecha sobre el hombro de la niña–: Savvanah Parker. Hermoso nombre, ¿no? Un homenaje a nuestro Estado.
Savvanah no tendría más de quince o dieciséis años. Su cuerpo, la fuente de aquella prodigiosa voz, era pequeño. Aún, plano. Iba vestida con un vestido rosa con pasajes de beige. Una vincha, también rosada, mantenía a raya las motas. Su piel de africana brillaba bajo la luz del farol. Mantenía la cabeza gacha y las manos entrelazas delante, a la altura de la pelvis. Harold simpatizó inmediatamente con ella y despreció al Ministro.
–Bien, usted dirá –el tono no ocultaba la molestia.
–Hermano, venimos a traer el mensaje de Cristo, Nuestro Señor –Cumming alzaba la biblia con una mano y la señalaba con la otra–. El Juicio se acerca y no habrá misericordia para los impíos. En los últimos meses, la Iglesia Presbiteriana Universal del Reino de Dios, a la que pertenecí, desvió el camino y me vi en la obligación de fundar mi propia congregación para que al buen pueblo de Cristo no se le oculte la Verdad. Nos reuniremos mañana, al alba, en la planta baja del edificio de las Tienda Taim.
–¿Qué allí no estaba la mercería de la Sra. Cane? –preguntó Harold, lento, mientras se armaba un tabaco.
El Ministro sonrió:
–¡Y lo sigue estando! La Sra. Cane tuvo la gentileza… –Harold le resopló el humo en la cara: el predicador retrocedió agitando su mano derecha– … de cedernos una de las piezas del fondo. ¡Puede dejar delante los pantalones para que les cambien los botones mientras escucha misa atrás!
El feo no hizo acuso recibo del chiste u oferta de inauguración.
–¿Y cuál sería esa Verdad, Ministro?
–Que Dios ama a los hombres de buena voluntad, obviamente, y los ha hecho a su imagen y semejanza.
–¿Su imagen y semejanza? –Harold sonaba divertido y molesto–. Niña, mírame –Savvanah levantó el rostro–: dile a tu jefe que no soy lo más desagradable que hayas visto, si te atreves. Si Dios es mi imagen y semejanza, entiendo por qué este mundo es infame. Y no culparía a nadie que prefiriera el Infierno.
–Hermano… –el Ministro hizo una pausa para que Harold dijera su nombre; al no obtener respuesta, prosiguió–. Es una expresión en sentido figurado: significa que compartimos la misma esencia con el Creador.
–¿Así que la misma esencia? –el tono del feo era abiertamente desafiante. Edward Cumming no sabía aun cuan desagraciado era: Dios estaba en la fragmentada Enciclopedia Americana de Harold. Y vaya si había leído ese artículo–. Dígame, ¿Dios es eterno? –el Ministro afirmó con la cabeza, satisfecho–. ¿Entonces está en todas partes, en todo momento de la historia, como si fuera presente, aquí y ahora? –Cumming volvió a asentir–. ¿Y nosotros? Nosotros, predicador, los hombres, no tenemos más que recuerdos y alguna esperanza. Esa es nuestra pobre condición –Cumming lo miraba en silencio–. Y eso es justamente lo que único que no puede ser un Dios eterno: la nostalgia y la ilusión.
–Bueno, hermano… –el ministro quiso hablar pero Harold lo interrumpió.
–Y ni que hablar de la justicia, ¿le agradeciste cuando te dejó sin un ojo? –señalaba al parche con un dedo índice torcido.
–Eh…, esto sonará gracioso –dijo Cumming mientras tiraba de la cinta del parche y dejaba al descubierto un ojo redondo, celeste, vivo, pero desviado: no era tuerto, sino visco–: la gente se distraía mucho de mis sermones, y todo por el estrabismo de este ojo. Decidí taparlo, olvidarme de él, y funcionó: pasada la sorpresa del primer instante, a nadie le importa el parche.
Harold rió mientras negaba con la cabeza. Apagó el pucho contra el escalón en el que estaba sentado.
–Niña –miraba a Savvanah intensamente–, a la primera oportunidad, deja a este farsante. Busca un empleo y…
–Señor –lo interrumpió Cumming–, será mejor que nos retiremos. Savvanah, por favor –colocó una mano sobre el hombro de la niña que bajó la cabeza y comenzó a caminar. Uno metros después, retomó el canto:
–“¡Oh, my Lord! ¡Hear my plea!
¡You are my light! ¡Lead me, Lord!”
Nace la momia
A las nueve de la mañana del día siguiente, cuando la congregación de Cumming estrenaba misa, vendía botones y cambiaba cremalleras, el pórtico del feo estaba desierto. El farol apagado. La puerta cerrada. Las botellas de ginebra, desaparecidas. Y las habitaciones, desoladas. Harold volvía satisfecho por el camino de tierra. Ya no estaba borracho ni melancólico. Se había levantado con el alba para cumplir unos recados en el pueblo. No había pegado un ojo en toda la noche y estaba lúcido. O, al menos, eso creía. El insomnio es un infierno íntimo del que cada hombre egresa con ánimo dispar. Algunos se desesperan hasta abrazar la locura: pergeñan homicidios, los cometen, se suicidan. Otros hallan oscuras revelaciones y viven una anagnórisis radical en su vida. Los más, traban un duelo angustioso con el reloj, dan vueltas en la cama, atisban la sombra de sus demonios interiores, y regresan a la rutina mundanal sin otras consecuencias que un poco de mal humor, impaciencia, un dejo de crueldad. Pero nadie, absolutamente nadie, sale indemne de la vigilia involuntaria. No es la falta de descanso; cualquiera puede sobrevivir con unas pocas horas de sueño. Es la exacerbación de la realidad, la continuidad obstinada del mundo en los sentidos, que obliga a verlo, tocarlo, sentirlo, tener consciencia de él. La vida es tóxica y el sueño modera la dosis. El insomne es forzado a apurar la copa de veneno hasta la última gota.
No nos es dado conocer los pormenores de qué horadó la mente de Harold aquella noche. Su razonado desvarío fue tan fermental como inextricable y desordenado; intentar desentrañarlo equivaldría a sacar de la caja al gato de Schrödinger para ir a jugar. Sabemos que por su cabeza trasuntó su madre, la idea del tiempo perdido, un sueño no olvidado. Sabemos que la imagen de aquel parche del predicador persistió en su retina, incansable: de alguna manera, lo hizo entender algo que siempre estuvo allí. Durante buena parte de la madrugada, de espaldas en la dura cama de hierro despintado, destapado y a la espera de la modesta brisa que pudiere llegar desde la ventana, no dejó de taparse alternativamente uno y otro ojo con las manos. Cansado de hacerlo a ciegas, luego, repitió el procedimiento pero delante del espejo, bajo la tenue luz de la luna menguante. De pie, descalzo, podía sentir todas las imperfecciones de la madera en sus plantas. Cuando se detuvo, ya casi amanecía: se tapaba los dos ojos y tenía una sonrisa inaugural en el rostro.
Miró el reloj en su muñeca: las nueve y cinco de la mañana. Apuró el tranco y, llegado al pórtico, saltó con vigor los escalones hasta la puerta. Ya en su cuarto, abrió el ropero. Sacó un traje negro, su único traje, el de los velorios. Olía parejamente a naftalina y humedad; le pareció que, después de todo, no era malo. Indicaba poco uso. Retiró la percha y estiro el traje sobre la cama. Trasplantó prolijamente del bolsillo del vaquero al del saco un pasaje de bus a New Orleans; luego planchó con su mano el bolsillo. En la parte interior de la puerta del ropero, pendían dos corbatas de un elástico. Eligió la morada. La dobló y puso sobre la cama. Luego sacó el banjo, verificó que estuviera afinado y lo devolvió al estuche (antes, acarició, subrepticiamente, la pluma de pavo real en el clavijero). Cuando iba a suspirar aliviado, advirtió que algo faltaba; corrió al baño y revolvió el botiquín: encontró dos metros de vendas y le pareció más que suficiente. Ahora sí, se frotó las manos y pensó “todo pronto”. Fue hacía el garaje, donde estaba el tractor del viejo Levingston: había trabajo que hacer. Era verde, un poco maltrecho, pero aún podía ofrecer pelea. Reparó el motor en quince minutos, con solvencia profesional: el metal ronroneaba agradecido. Era un sonido que le causaba placer, al igual que el olor a gasoil. Se detuvo un instante y cerró los ojos, complacido por las sensaciones que lo embargaban. Luego aceleró el motor y lo dejó calentar e incluso, recalentar. Cuando ya hervía, puso una gran lata de aceite sobre él: el líquido, sin muchas dilaciones, empezó a bullir. Harold respiró tensamente; todos sus músculos se contrajeron. Se tomó con todas sus fuerzas de los lados del chasis, hizo una mueca y hundió el rostro en el aceite. El grito ahogado fue atroz e inaudible. Las manos apretaban, más y más contra el tractor: los nudillos rojos, rojísimos. A punto de estallar. Su cuerpo convulsionaba como si fuera un títere agitado por vaya a saber qué fuerzas. Y soltó. De pie, respiró bocanada tras bocanada de aire, temblando. Caminó hacía el baño erráticamente y se tiró como pudo dentro de la bañera. Abrió la canilla fría para que se llenara y esto fue lo último que recordó: perdió la consciencia; deliró; tuvo mucho frío, mucho calor. Tuvo una sed infinita. Luego, llegó el dolor. El verdadero. Eran dientes de fuego que desgarraban su carne.
Unas horas más tarde, volvió en sí. Se levantó y se agobió de calmantes y cicatrizantes. Enfrentó al espejo. Su cara era un amasijo informe y lastimoso; la viva imagen de un Universo caótico y huérfano. Hizo, o intento, un gesto extraño: era, entre la piel desprendida en jirones y ampollada, una sonrisa. Comenzó a vendarse, minuciosamente. Dejó dos pequeños agujeros: apenas se vislumbraban los ojos azabache. Marcó un tajo recto y duro; allí estaba la boca. Ya en el cuarto, se colocó el traje. Pensó qué bien le quedaba esa corbata morada. Sacó de un cajón una tarjeta ajada y amarillenta. “Jerry Levine. Jazz band”, rezaba. En el teléfono de la sala, discó el número de la tarjeta. Y espero. Mientras sonaba, acariciaba nerviosamente el pasaje de bus en su bolsillo.
–¿Hola? ¡Hola! ¿Señor Levine? –dudó levemente y continuó–. Ah…, ¿podría pasarme con Jerry Levine? Claro, por supuesto… De parte del nuevo músico de su banda: Mervin, “la momia”, Jackson.
Por Diego Castro