El día estaba precioso y Montevideo era una fiesta. Extrañamente me sobraba tiempo. Crucé la Plaza Independencia, caminé sin apuro, y me senté en un banco de la Plaza Matriz. Los plátanos reverdecían y el cielo estaba plomizo. Había gente, mucha gente; caminando, sentados, en los puestos de venta, observando o dejando pasar el tiempo. Las voces formaban un murmullo persistente y hacían un eco que parecía venir de otro lugar, de otra época. Un joven, sentado frente a mí, tocaba la guitarra y cantaba canciones de Bob Dylan. En el piso, confundida con el gris de los adoquines, una olla redonda de aluminio servía para recoger las monedas que de tanto en tanto algún transeúnte dejaba caer; al lado un porta-sahumerio en forma de pirámide sostenía la vara larga y humeante que daba un fuerte olor agridulce. Un poco más atrás, un duende arropado en un paño verde y rodeado de monedas de chocolate, estaba amarrado a la olla con un grueso cordón multicolor.
El joven tenía una voz dulce y clara. Era flaco, de cara menuda y alargada; un sombrero de pana marrón con un pin de Los Beatles y unos lentes cuadrados de armazón oscura, le daban un aire entre yanqui y británico. Terminaba un tema y buscaba con paciencia en el atril la partitura siguiente. Y, como era de esperar, se escucharon los acordes de una canción de los chicos de Liverpool; un placer para los oídos y una caricia para el corazón.
Un señor se detuvo a escucharlo; le sacó fotos y le preguntó:
-¿Sos uruguayo?
-Sí. Mis padres son uruguayos, pero viví en Estados Unidos. Hace dos años que estoy acá.
-¿Cómo encontrás Uruguay?
-Al principio me costó, pero acá hay libertad, ¡libertad! En Estados Unidos, no podía cantar. Si me veían, venía la policía y me llevaban preso. Estoy, feliz, muy feliz.
Sonó la moneda que dejé caer en la olla y me fui caminando despacio, como llegué.
En la otra esquina un joven peleaba con las notas de su piano para que sonara la Marcha Turca de Mozart; me acerqué, le pedí permiso y con alegría le pasé los acordes.