Busca calor en el abrazo de su novio. La noche de junio es gélida y confiar en que la espera será breve es, sencillamente, engañarse. Ellos están un metro delante de la parada; yo, recostado al cartel que refiere los posible destinos. La rubia algo le susurra al oído y lo estruja más fuerte contra su cuerpo. Una de sus palabras no pasa inadvertida. Invierno suena a amenaza. Inhóspito, cruento, pone a prueba la vocación vital de la obstinada biología. Tempranamente lo advirtieron los hombres: no en vano los mitos identificaban a la primavera con la regeneración.
De todos los inviernos, el montevideano no es el de fama más temible. No ganó dos guerras para la madre Rusia; no figura en su prontuario el hábito de mutilar narices o dedos gordos; no convierte a los ríos en pistas heladas. Sin embargo, merece ser respetado; acaso, más de lo que lo hacemos. Esa tendencia a la moderación presente en la identidad oriental, ese afán promedial que, paralelismo psicocósmico mediante, nos hace proferir “invierno, lo que se dice invierno, ha de ser el noruego”, “para verano, me quedo con el colombiano” o “río es el Amazona: lo nuestro es un hilito de agua”.
El ómnibus no pasa. Aprieto las manos contra el fondo de los bolsillos y encojo los hombros. Con cada exhalación, una bocanada de vapor es liberada: pareciera que somos robots, minuciosas hojalatas con corazón de carbón y los motores encendidos, a la espera de una orden. Con los minutos se hace más y más difícil advertir qué se aproxima. La niebla nos gana a todos. El invierno capitalino no sólo es frío; es también húmedo, intensamente húmedo. Cuando no llueve, y llueve bastante, nada cuesta encontrar las veredas aguadas y propicias para el resbalón. Los pulmones débiles, las articulaciones de los jubilados, la ropa tendida que nunca jamás secará: todos víctimas de la humedad.
Me acerco a la esquina y miro hacía la rambla. Una ráfaga juega a arrancarme la bufanda o ahorcarme en el intento. El invierno capitalino no sólo es frío y húmedo; es también ventoso, intensamente ventoso. La ciudad que en verano, gozosa, de brazos abiertos al mar recibe su briza refrescante, en julio o agosto es zarandeada por los torbellinos. Si Chicago, y no Montevideo, es conocida como la ciudad de los vientos, es menos por sus aires vehementes que por sus asesores de marketing. No en vano han sido derribadas antenas radiales, edificios y los transeúntes han debido valerse de una cuerda para cruzar la Plaza Independencia en algún extraño día. El viento y la lluvia explican una inopinada flora urbana: los paraguas rotos. Los hay por todas partes: su número es legión. Quien llevare a término un invierno montevideano con su paraguas indemne, bien hubiere merecido comandar las velas en la flota del Almirante Nelson.
Cada invierno nos ofrece unos días travestidos de primavera: sol, temperaturas templadas, atmosfera calma. Que nadie piense que son un descanso o un bálsamo: son parte de su intrincada y perversa estratagema psicológica. Es la invitación a relajar el musculo para que el próximo golpe se sienta más fuerte. El hombre avezado se precave de los peligros de la esperanza.
Algo viene. No es verde. Mi expectativa por el 522 se disipa. Nace a nuestros ojos una camioneta roja: Acodike. Nuestro invierno no está exento de pequeños dramas cotidianos; allí va la protagonista de flor de culebrón: la garrafa. Todos los años es igual: ante la sorpresa, que tiende a nula, del arribo de la estación fría del año, nos tropezamos con la imprevisión. ¿Quién iba a pensar que algún día iba a volver el fresquete y sería deseable alimentar nuestras estufas? Y claro, hay carestía. ¿De gas? No. De envases; garrafas, señora. Sí, garrafas. Llamo a ANCAP. Me ponen música. Atiende la operadora. Me ponen música. Me preguntan en que barrio estoy. “Cordón…” No hay reparto en su zona: llame en 2 horas. ¿Y Ríogas? Fuera de servicio… La vida es prodiga en contrariedades.
La espera sigue. Es tiempo de hacer justicia con el invierno: también tiene sus gratitudes. Dormirse junto al fuego, retozar entre las frazadas con fruición, ver la tempestad a través de la ventana. Entonces, ¿por qué ese encono con él? ¿Acaso el verano, con su calor degradante, infame, no merece nuestro desprecio?
La primera razón es tan general cómo obvia. El uruguayo parece incapacitado para escapar de la charla climática. En algún momento del día, debe aparecer. Y lo hace, siempre, en clave de amonestación: “que frío más espantoso”, “no se puede más con este calor”, “qué primavera tan ventosa”. Podemos definir al clima como aquello que no se nos acomoda, nunca, más de cuatro o cinco días al año. Quién inauguró esta tradición fue un español: Félix de Azara, cronista que vino a retratar los días y noches de José Gervasio Artigas en Purificación, y que no escatimó denuestos a la excesiva variabilidad climática de la Banda Oriental.
El otro argumento es un tanto más controvertible y nos obliga a reparar en el montevideano estival. En diciembre o enero, podemos verlo chancletear, tomar sol en la playa o lucir bermudas de indefinibles colores. Y no le queda: es siempre un forastero. Turista en su propia tierra, no sabe qué hacer con esa cosa salvaje e indomable que es el verano. Come un asado, toma una cerveza en la rambla, va al tablado: bellezas apacibles, a veces melancólicas, incomparables con la fiesta vertiginosa de los instintos que propone el brasilero o el cubano. En cambio, en el invierno se lo ve autentico, natural, aplomado: aunque no le guste, está en su materia. Así, su relación es del orden de la contradicción: desprecia al invierno porque le muestra su esencial última, su imagen visceral y definitiva en el espejo.
Si la primavera, para los primeros hombres, era la resurrección, el invierno era la muerte. Hades y el inframundo. Era, entonces, una amenaza, un peligro, pero también, una consciencia de finitud que los definía como sujetos, irremediablemente. Es la que nos define. ¿Qué importa nos crean grises, tristes, si es la justa respuesta a nuestra naturaleza?
Cómo si de un muro se tratara, rompe la niebla el verdor del 522. Los dedos, instintivos, barajan las monedas en el bolsillo, y subo. En la radio del conductor, suena Piazzolla, que explicó todo esto mucho mejor. Y con un bandoneón.
Diego Castro