El regalo

José tenía dos adicciones en la vida. Una era el orden. Al ser ceramista, su trabajo le exigía ciertas cuotas de caos y suciedad. Una vez terminada su jornada laboral, descubría las herramientas percudidas y desparramadas por todo su taller y creía enloquecer. Por suerte, gracias a unos cuantos tragos de su otra predilección, el jerez español, y varios litros de detergente, lograba controlarse y en cuestión de media hora todo el lugar estaba prolijamente ordenado y brillante. El artista vivía en una modesta casa de Malvín, a tres cuadras de la rambla, con su perro Pintor, que luego de tres años de convivencia ya entendía las reglas de la casa -no desordenar nada y aguantar las necesidades fisiológicas hasta que su dueño entendiera el por qué de sus ladridos constantes-. Su habitación se confundía con la cocina y el baño. Lo único aislado y cuidado era su estudio. Allí pasaba la mayor parte del día, creando y soñando con ser un ceramista respetado y aplaudido por la gente más “de moda” de la escena de París. No le importaba pasar hambre para conseguirlo. Un día, quiso sacar a pasear a Pintor, entendiendo su código secreto de “necesito hacer mis necesidades”, y en la puerta estaba parado Ramiro, con una mano enyesada y la mandíbula ensangrentada. A pesar de que sus sueños más recurrentes eran relacionados a los viajes, su recorrido más lejano fue hasta Rocha, donde vendió varios veranos seguidos un montón de artesanías que entraban en una mochila. Justamente en Rocha fue que conoció a Ramiro, también llamado “el Hombre Pájaro” por sus repetidos intentos de volar -que terminaron todos en el hospital más cercano-. Ramiro y José se conocieron una noche de extremo calor en Valizas. Ambos vendían artesanías en la playa y coincidieron en una provisión para comprar vino tinto. Luego de varios tragos y largas horas de charla, decidieron crear algunas cosas juntos, y se convirtieron, por el resto del verano, en socios y amigos inseparables. Al despedirse, pudieron haber intercambiado números de teléfono, pero ninguno tenía, por lo que sólo prometieron volverse a ver en el verano próximo. A Ramiro se le veían ojeras profundas y sólo traía consigo un paquete que, reposado en el suelo, le llegaba hasta la cintura. “Te traje el Goya que tanto querías, José, todo lo que hice, lo hice por vos, para que pudieras tenerlo y admirarme”, exclamó con una voz tranquila. Parado en el umbral de su casa, el ceramista dejó caer la correa de su perro y se puso de rodillas. Abrió el paquete. De fondo sonaba “La llorona” de Chavela Vargas. Una gota de sangre le cayó en la nariz.

Stephanie Demirdjian

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