Hay gente que pierde el sombrero en la Rambla. Otros, la razón. Pablo la caminó y se obnubiló. Su luminosidad. El mar abierto. El horizonte recortado por algunos barcos de carga, azules y blancos. Olas acariciando las rocas.
Se sentó en el bajo muro y fumó.
Pensó en el cerro sagrado que admira cada día y cada noche, cada vez que la ve desde su escritorio, y recordó cómo esas nubes vaporosas penetran la montaña azul, de a poco, delicadas y humeantes.
Se perdió en sus tribulaciones hasta que la frenada de un auto le recordó la taza que voló rozando su rostro cuando discutió con Mariana. La cerámica barata se estampó contra los azulejos dameros de la cocina, donde rebotaban gritos y llantos caprichosos. Él negó todo, pero no fue suficiente.
Apagó el cigarro haciendo girar el filtro entre sus dedos índice y pulgar de la mano izquierda, y se lo guardó en el bolsillo de la chamarra de cuero negro.
El barco pesquero, repleto de contendores, arribaba al puerto de Montevideo y en su vida se marcaba otro comienzo.
Un papel en blanco dio vueltas en el aire gélido de julio; hubiera preferido ver a una gaviota volar.
Rozó su barba candado con la mano derecha. “Ahora todos sabían”, pensó.
Azul Cordo