La despertó el olor que venía del living. Metió los pies debajo de la cama buscando las chinelas, se puso el saco que había dejado en la silla la noche anterior y se levantó entredormida. Mientras caminaba pensó: «Ya sé qué este olor. Es el que sentí tras la inundación. El mismo que impregnó muebles de cuero, y los volvió inutilizable. Ese que volvió el aire pesado y extraño, que me hizo sentir que las paredes caían sobre mis espaldas. Un olor fresco, marino, penetrable, que ahoga».
Ahora estaba allí, en el living de su casa de Montevideo. Prendió la luz de la habitación y abrió la ventana. La luna llena se reflejaba en los lagos del Parque Rodó.
Se sentó en el sofá, respiró profundo el aire salado que venía de la rambla y recordó aquel día. La conversación que mantuvo con su madre cuando se enteró de la tragedia y las horas largas que tardó en llegar a La Plata.
Después la ciudad inundada. La angustia de su gente, el terror marcado en las caras, como «El grito» de Munch.
Su casa de la niñez tapada por el agua; sus recuerdos mojados. Cajas y más cajas guardando lo poco que se pudo recuperar: las fotos de la bisabuela, los libros, algunos de sus juguetes más queridos, como el rinoceronte de chifle, alguna muñeca y el elástico con el que saltaba en la escuela a la hora del recreo.
Sintió frío, cerró la ventana y se sirvió una grapamiel. En la radio sonaba «Release» de Pearl Jam. Cerró los ojos e intentó poner la mente en blanco para volver a pensar en sus proyectos, la edición de su último libro, el próximo viaje a Barcelona.
Cuando se despertó eran las seis. Todavía le quedaba una hora para dormir. Volvió a calzarse las chinelas y caminó hasta el cuarto. Se metió en la cama, acomodó el doblez de la sábana y se acercó a su compañero. Se durmió pensando que lo mejor de la vida es amar muchas veces.
Gabriela Fernández