Otra vez

Odiaba esperar ahí, ese edificio la deprimía. Hacía tres años que venía. La reja del portón de entrada siempre estuvo herrumbrada y despintada. En las paredes, las manchas de humedad dibujaban infinidad de siluetas. Ya le había dicho que no le gustaba estar mucho rato ahí. Siempre se quedaba parada al inicio de la escalera porque era donde entraba el único retazo de luz por una banderola que tenía el vidrio roto. No podía evitar mirar los restos de migas, barro y tierra pegado a los escalones de mármol. No podía creer como ningún habitante del edificio tuviera un poco de autoestima y pasara, aunque más no sea, un trapo húmedo una vez cada tanto por el lugar que subían y bajaban todos los días. La baranda también estaba despintada, floja y con pegotes dulces de caramelos o chicles que servían de alimento a las moscas. ¿Dentro de sus apartamentos vivirían igual?

En el de sus suegros seguro que sí, daba fe de ello, por eso siempre lo esperaba en la entrada y no quería subir. La única vez que lo hizo la habían invitado a pasar y tenía que esperarlo en vez de cinco, quince o veinte minutos. Sus suegros eran muy simpáticos, pero a ella le costaba una enormidad darles un beso.
Él le había contado que los apartamentos estaban todos ocupados. Sin embargo, era muy raro escuchar algún ruido. Como ayer había llovido, hoy solo se escuchaban las gotas que después de desprenderse del techo descascarado golpean contra el fondo de una jarra de metal esmaltada, de esas que se llevan a los campamentos. Era un misterio quien se encargaba de vaciar esa jarra, nunca había visto a nadie.

El ruido de metal con metal la sacó de sus pensamientos. Desde la puerta descolorida que estaba en la planta baja escuchó girar dos veces las llaves, luego una pausa, y después dos veces más. Se escuchó que hizo tope el pasador, el pestillo giró, y apenas se abrió la puerta, un gato negro saltó y pasó como un rayo delante de ella para salir por el hueco de la ventana.

Cuando giró la cabeza para el apartamento una mujer le daba la espalda girando las llaves en sentido contrario.

-Buenas noches, ¿esperás a alguien? -Vestía un pantalón y una camisa blanca; de los hombros le colgaba una chaqueta de pana azul.
– Sí, a mi novio que vive en el tercero.
-Ah, Julián. ¿Y no subís?
-No, él ya baja.
-Acá está oscuro… Bueno, hasta luego. Me voy porque entro a trabajar.
-Hasta luego.

Los tacos rojos brillante retumbaron hacia la reja y el perfume dejó una huella que duró muy poco.
Después del susto que se había llevado aquel día cuando un borracho la quiso robar, no quería esperar más afuera del edificio.

Estaba entrando el otoño y las noches de calor ya no volverían. Sin embargo, el frío húmedo atravesaba las medias y el sacón rojo que estrenaba. A pesar de que tenía las manos en los bolsillos y que caminaba en círculos dando fuertes pisadas contra el piso, la sensación de congelarse no se le pasaba. Le hubiese gustado haber traído guantes y gorro para poder frenarlo. Cada tanto, con el dedo índice y el pulgar se pellizcaba la nariz para sacarse sin éxito el olor a humedad y encierro que se le impregnaba.

“Y, ¿para cuándo?”, le mensajeó.
“Ya salgo”, respondió.

Vio la hora en el celular y pensó que otra vez llegarían con la película empezada.

Javier Russo.

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