─¿Dónde estás? ¡Te has ido! Me has dejado a mí, a la casa, la ropa, los libros y el perro.
La ciudad dormía. Cruzó calles con semáforos en rojo y la buscó con ojos ansiosos por las veredas interminables.
Le dolían los pies, y el frío de la noche le mordía la piel. El pelo revuelto le pegaba en la cara y se mezclaba con la barba descuidada. Apenas sostenía los pantalones con un tirador que enroscaba en la cintura y ataba formando un lazo que lo partía en dos. Tenía la camisa desabrochada y los puños remangados hasta el codo.
Caminaba. Las calles se hacían más estrechas y apenas se iluminaban con una triste luz amarilla. Las pocas construcciones que bordeaban las veredas parecían abandonadas. A lo lejos la vio recostada en el umbral de la puerta del último edificio. Estaba arrollada, como queriendo evitar la inclemencia nocturna. Tenía las manos metidas en los bolsillos del saco rojo; el sombrero beige de ala ancha le tapaba el rostro y el pelo negro le caía sobre los hombros.
─¡Es ella!
Corrió y corrió pero sólo escuchó el golpeteo inconfundible de sus tacos al subir la escalera de mármol que se abría como abanico en medio del hall.
─¡Soy yo! ¿No me escuchas?
Sus palabras retumbaron. Ahora sentía su perfume.
Subió las escaleras; se detuvo agitado, cansado.
En la pared, se reflejaba una ventana por la que entraba la luz de la luna llena y, en el descanso, una jarra descascarada servía de recipiente a las gotas que caían del techo. Con precisión de atleta, un gato negro saltó la baranda de madera.
Sintió el pestillo de la puerta, los pasos apurados y el crujir de las ventanas que se abrían. Un frío gélido llegó hasta donde estaba. Ya en el rellano, cayó sin fuerza. Vio una sombra, estiró el brazo y palpó en la penumbra el sombrero beige de ala ancha; a su lado, deshilachado, el dobladillo descosido del saco rojo.
Lo único que rompía el silencio de la madrugada era el golpeteo incesante de las gotas en la jarra.
Gabriela Fernández