Primero está la tierra, me dijo el abuelo. La tierra se mezcla con el abono y la viruta de cuero. Señaló la pila. Me explicó que era celeste porque le ponen cromo. Todo eso se mezcla con un tractor hasta formar una pasta. Los obreros, con un molde de madera, los cortan. Ya sabía la receta, pero dejé que me la contara una vez más.
Había sido la historia de su padre. Después fue la suya, la de sus hijos y parte de la mía.
Nací en una fábrica de ladrillos. Me crié sabiendo que el aroma pegajoso y dulzón del aire que anuncia un chaparrón era una amenaza. Cuando el cielo cubierto con nubarrones daba la advertencia, todos salían de casa corriendo en estampida para tapar con nylon los adobes todavía húmedos. Años después aprendí a recibir ese perfume como un regalo que anticipa un buen aguacero. Me di cuenta de cuánto extrañaba sentir el polvo de ladrillo pegado a la nariz.
La fábrica era una paleta de tonos marrones, ocres y anaranjados. Temprano en la mañana se oía el ronronear del tractor, las carretillas que iban y venían y el motor de los camiones. Cuando empezaba a caer el sol, todo se iba apagando lentamente, esperando la jornada siguiente. Una noche por mes se hacía la quema, para terminar de cocinar el ladrillo. Las columnas de humo gris que salían de las hornallas se avalanzaban sobre la ropa colgada en la cuerda y se colaban por las ventanas de la casa, invadiéndolo todo.
Hoy no hay más que tierra. Mi bisabuelo la vio nacer. Yo la vi morir.
Laura Seara