El ruido estentóreo que invadía la habitación no podía ser otra cosa que el despertador. ¿Era lunes o jueves? Quizás domingo. ¿Acaso importaba? Los días de Harold no se regían por el calendario gregoriano; vivía un deja vu continuo. El día se asomaba soleado y despejado; las diáfanas cortinas con pelotas de fútbol americano rara vez se equivocaban.
Harold se levantó y luego de desperezarse con un alarido digno de una soprano se calzó el enterito de jean encima de la camiseta roja de su equipo favorito. Con paso cansino se dirigió al baño. En el pasillo se tropezó con Stanley, su mascota, que al chocar con Harold atinó a desplegar su plumaje real.
–¡Hey Stanley! ¡Ten más cuidado! –dijo, y se oyó un golpe seco.
–Harold, mi vida, ¡ya te he dicho mil veces que no golpees la puerta! ¡Vas a quebrar el resto de yeso de la pierna de tu padre que está detrás! –rezongó Olla. Y Olla sí que sabía rezongar.
Luego de tres vasos de bebida cola y casi una docena de nuggets de pollo, decir que Harold quedó aletargado sería desatinado. Listo para hibernar se ajusta más a la realidad. Mientras se debatía internamente por el momento oportuno de despegarse de la silla y pasar al sillón para mirar televisión, el chancleteo de pantuflas lo sacó de su ensimismamiento.
–Harold, mi bebecito hermoso, ¿podrías ir a ver si el maizal está listo para ser cosechado?
–¡Mamá! En 20 minutos comienza el partido. Los San Francisco 49ers juegan la final del Superbowl –respondió Harold con la voz entrecortada y los ojos vidriosos.
–Lo sé mi rey, pero si agarras el tractor, en 15 minutos estarás de vuelta. Mamita te prepara unos sándwiches y una bebida refrescante para cuando regreses.
–Pero… Está bien mami, ya voy.
Muy a su pesar, ya que anclarse en el sofá le resultaba muy placentero, Harold salió de la casa y silbó para llamar a Stanley. Se subió al tractor y, como no quería perder su tiempo, salió sin esperarlo. Un cuarto de hora después, tal como vaticinó Olla, Harold estaba de regreso en el hogar. En la mesita del living, a centímetros del cenicero con forma de cisne y a un par de metros del molde dentario de Olla, burbujeaba una bebida cola refrescante junto a un sándwich que simulaba un rascacielo.
Su equipo perdió. En la soledad del living, con la cara contraída y el plato vacío, se dejó estar. Se dejó ser, inmóvil. Dejó correr el tiempo, como quien espera que un milagro ocurra para devolvernos las ganas de vivir. Esta vez no fue un milagro, pero la voz de Olla regresó su mente a este mundo. Dulcemente le preguntó cómo estaba el maizal.
El maizal, pensó Harold. Si simplemente hubiese sido defensor de línea no tendría que estar pensando en el maizal.
–El maizal no está listo, mamá. Al hablar, algo interno en él se sacudió y volvió a la realidad. –¿No has visto a Stanley?
–No, bebecito, no lo he visto. ¿No estaba contigo?
–Yo lo llamé, pero en el apuro por ganar tiempo no esperé a verlo. Ahora que lo pienso, tampoco sentí el tintineo de su collar en ningún momento.
Al pronunciar la última sílaba sintió otro sacudón, distinto. En ese instante sus miradas se conectaron y salieron estrepitosamente al campo a buscar a Stanley. Harold hizo lo que sabía hacer. Se subió al tractor y arrancó a toda velocidad, enajenado, sobrecogido por muchas emociones: el fracaso de su equipo y el temor de perder a su único amigo y compañero de vida. En su afán de encontrarlo aceleró hasta que sintió un chirrido. Un objeto metálico salió eyectado, como cortando el aire con un cuchillo recién afilado. Con los ojos desorbitados, Harold inmediatamente se volteó.
–¡¡¡Mamáaaaa!!!
Olla yacía en el piso con las manos en la cara. Un hilo carmín se deslizaba por el mentón, salpicándole su delantal. Harold se tiró del tractor, en un acto de acrobacia del que ni él sabía que era capaz, y corrió hacia su madre.
En ese preciso instante llegó Bud cantando tranquilamente un folk, hasta que sintió un grito estridente: –¡Papáaa! ¡Papáaa! –gritó Harold. Bud corrió hasta donde se encontraban sus únicos familiares y, al ver a su mujer en ese estado, lanzó un grito de horror. Olla se quitó las manos de la cara, descubriendo su boca. Esta vez no fue un grito, sino un alarido desgarrador lo que salió de la boca de Bud. Al ver la reacción de su marido, Olla dejó de llorar. El silencio se hizo abrumador, asfixiante.
Olla se levantó, juntó fuerzas y caminó titubeante hacia la casa. Una vez allí se arremolinó hasta el baño, con pasos torpes pero cuidando de no tirar el yeso de su marido. Al ver su reflejo en el espejo se quebró el silencio, y no solo el silencio. Una pasta roja de dientes pulverizados -que asumía eran dientes por su ubicación anatómica- era todo lo que conseguía ver.
Con los restos de cordura que le quedaba, Bud atinó a llamar a la ambulancia. Cuando ésta llegó, Harold caminaba por el campo buscando a Stanley, solo y sin rumbo. Hasta que chocó con el tractor. Levantó la vista y vio restos de plumas, picos y patas en las altas ruedas. Su cara se contrajo en una mueca irreproducible y su mente hizo lo propio. “Si simplemente hubiese sido defensor de línea”, volvió a pensar.
Una semana después Olla ya estaba de regreso en su casa, cansada, pálida y fundamentalmente delgada. Perdió mucho peso debido a la dieta líquida.
Harold también había perdido peso. Si bien conservaba su dentadura con ortodoncia, casi en buen estado, se dedicó a ejercitarse, a comer sano y a decorar su habitación con más posters, más fotos y más camisetas de su cuadro favorito. Si simplemente hubiese sido defensor de línea.
El carácter amable y cordial de Olla se esfumó junto con sus dientes. Y con Stanley. Se transformó en una persona irascible que no podía siquiera disfrutar de un suculento plato de comida, haciendo de las sopas y los purés sus únicos compañeros.
Los dientes chuecos y cariados que adornaban el living fueron a parar al tarro de basura. Fueron sustituidos por los de Harold.
Bud cada vez volvía más tarde a casa. Si bien hacía años que estaba jubilado, cada día se anotaba en más cursos y realizaba todo tipo de actividades fuera del hogar. Solo volvía a la casa para dormir. Un plato con verduras y muchas proteínas, y un tazón con sopa no se le antojaban apetecibles. Bud cenaba casi a diario en casa de Jack y Fran. Luego miraban televisión y recordaban anécdotas del trabajo en la planta.
Un buen día, mientras estaba mirando televisión en casa de Jack y Fran se le ocurrió que podría dormir cómodamente en ese sillón. Por un tiempo tal vez. No podría asegurarlo. Y se quedó. Miraron un partido de los San Francisco 49ers y cenaron nuggets de pollo. Él en el medio, Fran a la derecha y Jack a la izquierda. El niño de ambos en el piso.
Si tan solo Harold hubiese sido defensor de línea.
Por Magdalena Pérez
Inspirado en «Plumas» de Raymond Carver