A pesar de la lluvia

Ni el frío ni la lluvia daban tregua. Eran las 20:15 del primer día de agosto. El ómnibus rojo con destino Barra de Santa Lucía se hacía esperar. A las 20:25 destelló a lo lejos el 494 en verde flúo como una señal de esperanza. Impacientes, los potenciales pasajeros que esperaban en la parada de la Terminal Tres Cruces, se apartaron del resguardo del techo, olvidándose del clima.

Dentro del vehículo el ambiente se definía por el ruido de la lluvia y una música suave. Una voz femenina, aguda, interrumpió el letargo de los pasajeros. Era una señora mayor que peinaba canas largas, vestía ropa de lana oscura y ofrecía una revista con chistes y todo el humor del conocido y ya extinto Roberto Capablanca. Dejó su bolso en el descanso del fondo y recorrió todo el pasillo ofreciendo el material. Un hombre de escaso cabello blanco la acompañaba, guitarra en mano. La mujer lo invitó a cantar y ambos lo hicieron al compás del instrumento. Siguieron los aplausos y la colaboración de los pasajeros; algunos compraron revistas y otros simplemente lo hicieron con dinero. Otros miraban la lluvia caer a través de la ventana, a pesar de la oscuridad de la noche. La señora recogió su bolso, agradeció efusivamente y bajó del ómnibus junto a su acompañante.

El guarda, joven y muy amable, saludaba y agradecía a la gente desde su trono al mismo tiempo que conversaba con el chofer. El tópico: la violencia en el fútbol. El guarda opinaba que la violencia genera más violencia. El chofer estaba de acuerdo pero objetaba que nadie pone la otra mejilla ante un golpe. Algunos pasajeros compartían sus opiniones, convirtiendo los asientos alineados de metal frío en cálidos sillones de tertulia. Un joven que culminaba su viaje, recibió instrucciones del guarda sobre el camino a tomar para llegar a su destino. El ritmo pausado y calmo de los acontecimientos tenía su lugar reservado en el calendario: era sábado.

En el otro extremo del ómnibus, un joven obeso se sostenía gracias a la ayuda de las barras verticales. Vestía una camiseta de Peñarol de manga corta por encima de un buzo de lana gris, y un gorro negro, también de lana. Un par de auriculares grandes se perdían en los cachetes. Su cara lo decía todo. Peñarol había perdido el partido amistoso contra Málaga por 3 goles contra 1. Su amigo, también con camiseta amarilla y negra, estaba absorto en su celular. Se lo pasó a una tercera persona. Reían. Al otro lado del teléfono nadie habló. Volvieron a reír. El gordo no participaba de las bromas. Con la voz tan ronca como su mal humor, le decía a su amigo: “No me empujes”. Lo peleaba, discutía. El otro, en cambio, estaba contento. El celular era su mundo. Para el gordo, sólo existía Peñarol.

Un joven con campera de Nacional se acercó al fondo. El gordo lo miró receloso con el rabillo del ojo; un sinfín de muecas se expresaron sin control. Si el rival de ese día hubiese sido el Bolso, quizás hubiese habido algo más que gestos.

Una pareja muy joven y muy abrazada los miraba atentamente. Otra persona no apartó ni por un instante la vista de su teléfono inteligente.
El ómnibus llegó a Colonia y Yaguarón. El cine Ejido esperaba. La lluvia siguió junto con las últimas horas del sábado.

Por Magdalena Pérez

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