Rodeado de espacios verdes y de las principales avenidas de Montevideo, en este lugar sucedieron hechos que marcaron la memoria de los uruguayos. El desarrollo urbanístico, la remodelación de las plazas, la construcción de edificios de apartamentos, hospitales y sanatorios y el aumento descontrolado del tránsito han modificado año tras año su geografía. En el medio del barrio está la Plaza de la Democracia y enfrente la terminal de ómnibus y el shopping de Tres Cruces.
Era 14 de abril. En la entonces Plaza de la Nacionalidad Oriental y al pie del Monumento a la Bandera se reunían el Ejército y algunos civiles integrantes del Gobierno de facto para recordar los asesinatos de cuatro integrantes del Escuadrón de la Muerte ocurridos en 1972. Celebraban el Día de los Caídos en la Lucha por las Instituciones Democráticas.
Ese día la rutina del barrio se alteraba. Desde las primeras horas de la mañana el chiflido de los silbatos de los inspectores municipales recordaba la jornada; se paraban en medio de la calle moviendo los brazos como una batidora para organizar el tránsito descontrolado. Además, se marcaba una zona de exclusión, bastante más amplia que el lugar que ocupaban, custodiada por guardias que impedían la libre circulación de vehículos y peatones. Sobre el mediodía los acordes de la marcha Mi bandera y las salvas de cañón marcaban el final.
La celebración fue decretada en el año 1975 por el presidente de facto Juan María Bordaberry. A partir de 1980 se hizo al pie del monumento, el que se construyó por los militares para “exaltar el sentido de la orientalidad”. Con un mástil de 30 metros de alto, en el que flamea una bandera de 12 metros de largo por 8 de ancho, aún hoy sigue siendo un referente para el barrio.
Cuando la gente comenzó a enterarse de los horrores de la dictadura, la presencia de los militares en la plaza era una ofensa. Mientras se recordaban estas muertes, los familiares de las víctimas del terrorismo de Estado seguían preguntando donde estaban los suyos. Cada vez más la gente se animó a hablar y a manifestar su rabia. Era común escuchar conversaciones diciendo que no querían que “eso” se hiciera más.
En el año 1985 la plaza cambió de nombre por el de Plaza de la Democracia y en el año 2006 el presidente Tabaré Vázquez eliminó la celebración oficial por decreto del Poder Ejecutivo. Luego se proyectó su remodelación, pero antes de empezar con los trabajos se utilizó como estacionamiento provisorio de la terminal y del shopping. Durante dos años, motos y bicicletas ocuparon la mayor parte de la plaza. Entretanto, circulaban miles de especulaciones acerca del destino final de la mole de hormigón: que un anfiteatro, un estacionamiento o un parque con juegos infantiles. Junto con las especulaciones también corrían las opiniones a favor y en contra de los cambios.
—¿Será cierto que van a poner un estacionamiento? ¡Dice que va a tener tres pisos! Nos van a tapar la vista. ¡Imagine usted! —dice un vecino de edad madura y con ojos de miedo.
—Lo prefiero a un teatro. Si hacen un teatro va a ser un juntadero de bichicomes —contesta otro.
Un corte de cinta
Hoy está remodelada tras la reinauguración en la primavera de 2014. El hormigón liso y gris que rodeaba la bandera se sustituyó por una elevación de césped que los diseñadores idearon para recrear la pradera y el Cerro de Montevideo. Enfrente hay un anfiteatro circular que evoca la Asamblea del año XIII y en el centro una fuente con luces multicolores refresca las tardes de verano. A toda hora la gente se adueña de los espacios. Desde temprano se la ve caminar apurada entre la parada del ómnibus y los sanatorios de la zona.
Un poco más tarde, cuando el sol calienta, sirve de punto de encuentro. Una pareja conversa sentada en el césped y recostada contra el mástil de la bandera: él abrazado al termo y ella con la mochila en la espalda. Ella descruza las piernas, se levanta, contorsiona el cuerpo acomodándose y le tiende la mano a su compañero para caminar. Una mujer duerme sentada en un banco tapada hasta la frente. El cuidador de la plaza sale de su guarida. De unos cincuenta años y estatura media, con gorro de visera para un sol inexistente, lentes de aumento cuadrados y con una campera gris, camina despacio.
—A esta plaza la gente no la cuida —dice.
Mientras tanto observa a dos muchachos sentados en el anfiteatro. Uno toca la guitarra y otro patina con el skate.
—Todo el día ahí, sin hacer nada. Meta y meta fumar.
Un funcionario municipal, alto y flaco, vestido con el uniforme de la Intendencia, empuña una escoba y barre un colchón de hojas que tapa el piso. Después las junta en enormes bolsas de nylon.
—Solo no da abasto. Está para las tres plazas: ésta, la Ferrer Serra y la de La Loba. Por más que se esmere no puede mantenerlas limpias.
Se arrima al mástil, articula la cabeza hacia atrás y mira la bandera. Dice con voz apagada:
—La bandera ya nadie la iza ni la arría. Siempre está ahí. Es como que no se acuerdan de ella.
Sigue el ritual de su recorrido diario. Mira y está alerta. Levanta los brazos. Parece que quiere amonestar a los jóvenes que patinan en la explanada de hormigón que va desde el anfiteatro hasta Bulevar. Sin embargo, no le dan la oportunidad.
Algunos equipos de fútbol improvisado, vestidos con overoles de trabajo, dejan el alma en la cancha. Comparten el verde con algún que otro bailarín de hip-hop que exhibe sus habilidades haciendo saltos mortales.
De frente a la terminal, hacia la derecha y sobre una de las esquinas, está el rincón de juegos infantiles. Es un espacio amplio rodeado de bancos con toboganes, hamacas para los más chicos, otras para los más grandes, un arenero y sube y bajas. Un botija corre atrás de las palomas bamboleándose con los pañales, mientras el padre lo protege de atrás con los brazos estirados; tres adolescentes saltan los bancos como en una competencia para llegar primero a las hamacas para grandes.
Al otro lado de Bulevar
Bulevar Artigas parte el barrio en dos. Al otro lado de la plaza quedó Fructuoso Rivera, montado en su caballo y flanqueando la entrada a la terminal. El edificio del shopping, de líneas rectas y sobrias, va casi de esquina a esquina. Dos carteles arriba y a cada lado de la puerta de entrada muestran tres cruces de colores y recuerdan que se llama como el barrio. Más abajo y a la izquierda, al correr de la pared del estacionamiento, dice: “Bienvenidos”. En la esquina con Víctor Haedo se ingresa directo a la terminal como por un tubo. Siempre está saliendo gente, pero los lunes de mañana la vomita. Jóvenes cargando bolsos en donde se adivina la comida de la semana, señoras tapadas con gorros y hombres de traje con cara de recién despiertos hormiguean en la vereda en medio de los vendedores ambulantes. Una mujer parada en la esquina, con un papel en la mano que aprieta fuerte, lee y mira las paredes. Repite el gesto con movimiento rítmico: vuelve al papel y a las paredes, una y otra vez. A su lado, una muchacha de pelo negro y ojos tristes la acompaña.
—Disculpe, ¿me podría decir dónde queda el BPS?—pregunta.
—Por supuesto —le contesta un cuidacoche.
—Es que vengo de Carmelo, ¿sabe? Me llegó un papel que dice que tengo que presentarme en el BPS por la niña, ¿sabe? Es que ella va a una escuela especial.
La mujer y la joven escuchan al hombre y se van caminando por Víctor Haedo rumbo al centro.
En la otra acera de Víctor Haedo está la plaza Ferrer Serra y enfrente la de La Loba. Ambas cuentan con amplios espacios verdes, árboles, muros y bancos donde descansar que se conjugan con los de la Plaza de la Democracia.
Desde el año 2006 los 14 de abril se ve algún que otro militar o civil en la Plaza de la Democracia dándose cita en solitario. Caminan perdidos en un espacio que no les pertence. Aquella celebración quedó en el recuerdo de la gente. En su lugar se escucha un permanente resonar de motores, bocinas, chirriar de frenos, discusiones de choferes, sirenas de ambulancias, charlas de la gente, gritos de los cuidacoches, llantos de niños y música de los jóvenes. Pero nunca más las salvas de cañón.
Por Gabriela Fernández