Las ramas crujen y las llamas van ganando altura. En medio de un gran barullo, una improvisada poda vecinal viene arrasando con los árboles más bajos. Un intenso olor a madera quemada es la señal. El fuego invita a los vecinos a encontrarse en las esquinas para ponerse al día con lo ya vivido y soñar con lo que vendrá. Este barrio brilla con luz propia.
Su nombre es un homenaje al primer obispo del país. Si bien es un Estado laico, ese detalle parece no haber impedido los honores; por el contrario, es motivo de orgullo para los católicos de la zona, que llenan cada misa dominical de la Parroquia San Antonino.
Aquí nacieron y crecieron reconocidos artistas nacionales, como el poeta Líber Falco, quien corría entre sus “ranchos de lata por fuera y por dentro de madera”, intentando alcanzar a esa “luna blanca, luna de Jacinto Vera”.
Hoy ya poco queda de esos ranchos que describía el poeta, las casas se han ido reciclando y hasta un shopping abrió sus puertas a esta barriada. Sin embargo, la sensación de estar viajando en el tiempo todavía pueden sentirla aquellos que tienen la oportunidad de perderse entre sus calles. Veredas que siguen siendo testigo de los ring raje de los chiquilines del barrio, y de vecinos que se dedican un tiempo, entre mandado y mandado, a interactuar entre sí, ponerse al día y también comentar sobre las caras desconocidas que, desde la apertura del shopping, andan dando vueltas por el barrio. Nada pasa desapercibido en esas antiguas calles, donde las bicicletas deben circular con bastante precaución si no quieren resbalarse entre los desgastados y lustrosos adoquines. Cuadras llenas de anécdotas que se van entrecruzando dentro de los límites de las avenidas Bulevar Artigas, General Flores y Garibaldi.
Calles que han sido eco de diversas lenguas y dialectos que aún resuenan entre sus esquinas. Muchos de los inmigrantes que llegaron a nuestro país en el siglo XX eligieron a Jacinto Vera como fiel testigo de su esfuerzo y deseo de construir un futuro mejor. El gallego Manuel te vende los bizcochos más ricos de la zona; Arturo, «el tano del taller», te cobra lo justo y te deja el auto pronto para un próximo arreglo, y en lo del turco Abraham podés comprar zapatos para toda la familia en la cantidad de cuotas que tu bolsillo aguante y sin ningún otro interés más que el de seguir teniéndote como cliente de la casa.
Esta barriada no sólo está vinculada al arte y la cultura montevideana. La historia nacional también dejó sus huellas por aquí. En la actual manzana comprendida entre las calles Fernández, Pedernal, Requena y Yaguarí se desarrolló la Asamblea de la Panadería de Vidal, evento que contó con la presencia de José Artigas y fue el disparador para una revolución que lo tuvo como protagonista. Al caminar hoy por ese lugar nos encontramos con una plaza pequeña, sin muchas más atracciones que un añejo árbol y bancos para los más diversos usos vecinales.
La plaza Líber Falco ha sido sede de encuentros políticos y recreativos, y también de la feria de frutas y verduras más esperada de la semana, la de los jueves. Es el día de la semana donde el barrio se da cita para encontrarse con los precios más accesibles de la zona, para llenar con mercadería esos carritos que se van chocando entre puesto y puesto, muchos de ellos con la mascota de la casa atada a sus hierros, convirtiendo el paisaje en un pintoresco caos barrial. Y es en medio de ese ritual semanal que cada vecino llega y se entrega a las sugerencias del feriante amigo, quien le recomienda la mejor mercadería y, como yapa, alguna que otra receta para salvar la cocina del día.
Son muchas las similitudes que tiene esta céntrica zona con respecto a otros barrios montevideanos: ser gente de trabajo y estar siempre dispuesto a darle una mano al de al lado, tomarse un mate en la puerta de la casa y ponerse al tanto de los principales acontecimientos del día, salir el domingo a compartir el repique de los tambores de la comparsa de todos, colaborar con la kermesse de la escuela, ser hincha del club de la otra cuadra y bancarle todos los descensos.
Hay una tradición que identifica a Jacinto Vera y lo vuelve protagonista de la noticia pintoresca del día: las fogatas de Navidad. Comienza diciembre y el barrio se pone inquieto, ramas por aquí, ramas por allá. La barrita de amigos de Enrique Martínez y Acevedo Díaz ya tiene unas cuantas guardadas en el jardín de la casa de uno de ellos; en Campisteguy y Antonio Machado ya hay otro grupo de jóvenes que las apila en las ruinas de lo que era un antiguo club político de los años 80. Década a década, año a año, el fuego de la competencia se aviva en cada esquina. Será recién en Nochebuena cuando se descubra cuál fue la fogata mejor armada, la que alcanzó la mayor altura y se mantuvo encendida hasta la mañana siguiente. La familia entera se prepara para el acontecimiento, los niños se acercan a las llamas para quemar al Judas, que varias monedas les facilitó en la previa, y los adultos, entre brindis y fuegos de artificio, se van olvidando de la melancolía que suelen traer las fiestas.
Jacinto Vera es así. El tiempo pasa, la modernidad le viene pisando los talones y su identidad se mantiene intacta: el club de básquetbol Yale, la escuela de Gallinal, la comparsa La Jacinta, la placita Líber Falco, los niños jugando en las calles empedradas, las fogatas navideñas, su gente de trabajo. Cuesta dejarlo cuando la mudanza apremia, y se lo extraña al transitar calles ajenas. Será por eso que aquellos que lo conocen se identifican con las palabras del cantautor Roberto Darwin cuando en su candombe canta: “Barrio de veras, barrio de veras, Jacinto Vera”.
Por Gabriela Vecchio