—Está volando —balbuceó, señalando con sus cortos dedos a la derecha de donde estaban todos.
Su padre, su madre, su tía y sus hermanas ni lo miraron.
—Vuela —repitió, en un chirrido agudo.
Tiró del pantalón de jean de su padre hasta donde su estatura le permitía llegar. El hombre no reparó en el suave tironeo a la altura de la rodilla. Gateó hacia donde estaba su madre. La miró sin hablar y señaló en dirección este. Ella no le devolvió la mirada. Derrotado, se sentó en el suelo de granito rosado, cobijado entre las piernas de la mujer, al resguardo del viento otoñal de la rambla aduanera.
Veinte años después vuelve al mismo lugar en el que solían sentarse las tardes de domingo. Ve a su padre cebando mate, con la caña apoyada sobre el escalón, esperando el pique; a su madre y a su tía, riendo, chillonas; a sus hermanas peleando por la botella de Coca-Cola. Ve al niño refugiado entre las piernas de su madre. Es otoño, hace frío, corre el viento, como aquella tarde. No lleva más que una malla del color de su piel blanquecina y unas zapatillas de baile. Respira hondo. Tensa cada uno de sus músculos y mira al cielo. Siente cómo lentamente sus pies se alejan del suelo. Dos centímetros, tres, veinte. Sus brazos se despliegan como alas.
Su padre, recostado sobre el muro, lo mira incrédulo; las mujeres, sentadas, se tapan la cara con asombro; las niñas se fascinan ante el espectáculo.
—Está volando —dice una de ellas.
Solo el niño no mira al hombre que mira al cielo.
Sus pies vuelven a apoyarse contra las baldosas. Ni padre, ni madre, ni hermanas, ni tía, ni rastros de aquel niño.
Siempre supo que podía volar.
Por Laura Seara.