Aunque sea de día, en la cocina de Nibia siempre es de noche. La luz queda atrapada entre el techo del patio, los galpones abandonados y las ramas de un parral, único vestigio de una bodega que no funciona desde hace varios años.
En el patio, los poros de los postes roídos están cubiertos de un musgo que se extiende hasta el piso y sigue por la mesa de monolítico y las esquinas de la pared. Se salvan las sillas blancas de hierro.
No es la única vegetación del patio: los helechos, las cretonas, los hibiscos, los mimos y las campanitas también forman parte del jardín.
Adentro, las únicas flores que hay están dibujadas en el mantel de hule de la mesa. Es uno de esos días en los que Nibia intenta llenar la cocina de voces ajenas a las visitas del fin de semana. Son las voces de la televisión.
La pantalla es la única fuente de luz y de ruido en toda la tarde. El resplandor le ilumina el rostro redondo de pómulos caídos. Sus párpados arrugados ocultan dos ojos que sólo apartan la mirada de la pantalla para darle un mate de té a su hermana Irina.
Hay apartamentos más pequeños que esa cocina. Allí caben dos heladeras, un lavarropas, un secarropas, un mueble antiguo de madera oscura —con puertas de vidrio y cerrado con llave— una estufa a leña, otra tipo salamandra en desuso, la televisión, una reposera con almohadones verdes, un reloj con péndulo y una mesa para catorce personas. Y todavía queda espacio. El domingo es el único día de la semana en el que la mesa adquiere sentido.
Varias de esas cosas las heredó. La casa en realidad es un legado de la familia de su marido, pero sería injusto, después de vivir en ese lugar por más de 60 años, decir que ella no es la dueña de allí.
Cuando Nibia se casó eran otras épocas y se fue a vivir a la casa de Rodolfo, cercana a la ciudad de Pando. Ella tenía diecisiete años y había nacido en la localidad de Suárez. Vivió allí con sus padres y sus cuatro hermanos hasta el día de su casamiento.
El encaje blanco de las mangas del vestido se extiende hasta un escote algo particular, un cuello redondo con un óvalo calado que deja entrever la piel y un crucifijo colgando de una cadena. En el álbum hay más fotos de casamientos de la época, pero su vestido les gana en detalles.
Mira hacia la cámara con unos ojos marrones abiertos y chispeantes. Aunque los ojos permanecen intactos, la mirada ya no es la misma detrás de esos párpados cansados. La sonrisa sigue igual, amplia y con labios afinados como si una parte de ellos se trincara detrás de los dientes.
Tiene la misma sonrisa que Martina, su nieta más chica de parte de Marcos, el hijo menor que vive al lado con sus hijas y su esposa.
—No sé, ellos hacen su vida, yo solo me entero cuando salen por Martina. Pasan días y ni los veo, pero al menos sé que están ahí por si preciso cualquier cosa.
Marcos cumplió el mismo destino que Rodolfo, cuando se casó siguió viviendo allí, a diferencia de su hermano mayor Héctor, que se fue a vivir a Salto. Rodolfo era el menor de seis hermanos y fue el único que se quedó en su casa paterna. Esa casa había sido construida a fines del 1800 por Bruno, un italiano viejo con fama de borracho.
Vivir en esa casa por el resto de su vida la convirtió en una anfitriona. Allí se reúnen hermanos, sobrinos, primos y todo tipo de parientes. A veces no importa el lazo sanguíneo, ella conoce a todos y es amiga de todos, por lo que hasta sus amistades de la infancia vienen a visitarla. Hay que decirlo, Nibia es popular.
Aunque muchos de sus amigos y parientes ya murieron, Nibia también es amiga de los jóvenes. Le gusta hablar con ellos, preguntarles sobre sus estudios, sobre sus trabajos y sus amores. Ellos la actualizan, le enseñan a manejar el Facebook en la computadora que le regaló Héctor y ella, a cambio, les hace creer que no existe el fracaso.
—Ay nena, Héctor me decía: «Vos estás acá sola, todo el día encerrada, te voy a comprar una computadora para que estemos comunicados». Y a mí me encanta estar actualizada, pero prefiero hablar por teléfono, ¿vistes?
A Nibia le encantan las eses.
Ella valoriza los apellidos, las profesiones y los objetos materiales como si fueran los responsables del éxito en la vida. Por eso exagera las historias de quienes la rodean hasta hacerlas encajar en sus parámetros.
—El otro día me trajeron al bebé de Juan para que lo conociera, es un chico precioso, muy inteligente, tiene la frente de él, y los ojos de Ana, dios se lo conserve. Vinieron en una camioneta nueva espléndida, porque ella está ganando muy bien en la empresa de su familia.
—Nibia te vende el Obelisco —dijo Olga, una de sus tantas cuñadas y también vecina. Para ella, la mayor parte de las veces, la realidad está exagerada y no corresponde con sus historias.
No solo el Obelisco te vende Nibia, también un lugar en el panteón familiar del cementerio. Ella guarda los papeles de ese lugar y administra los nichos como si fueran apartamentos. La muerte es un tema recurrente cuando habla, y por eso quizás adquiere otro significado.
—Me quedó mucha lástima por no ir al velorio de Elvira, pero no puedo dejar a Irina sola, ¿vistes? Ya le dije a Pedro que cuando reduzcan a Juana va a quedar más lugar y que la pueden traer para el panteón si quieren —le comentó a Marta, una de sus sobrinas.
— Parece que estas dos mujeres viven adentro de un sarcófago —dijo más tarde Marta al salir de la cocina.
Suena el teléfono que está en el living. Allí hay trofeos escolares de fútbol que fueron traídos desde Salto. Pertenecen a Santiago y Sara, los hijos de Héctor. También hay una biblioteca con la colección Robin Hood que Nibia compró para sus hijos, pero que sus nietos nunca leyeron.
Al lado de la biblioteca hay una puerta enrejada que a eso de las seis de la tarde, ya está cerrada. Las ventanas también tienen barrotes de hierro. Nibia puso las rejas después de que entraron los ladrones.
—Eran unos muchachos muy educados —le dijo al policía al interrogarla. Es cierto que no le hicieron nada, pero se llevaron dinero y joyas de otra época.
Eran las joyas que ostentaba en su época dorada, cuando también lucía pieles, tacos altísimos y peinados rulosos acompañados de aparatosas caravanas. Era la época en que también fue transgresora; se ponía pantalones cuando muy pocas mujeres del campo lo hacían y se escapaba en una vespa con su cuñada Lili vaya a saber a dónde, mientras su suegra hervía de rabia.
Ya no es lo mismo. Desde que su marido murió ya no sale tanto de su casa. Las pieles están en el armario y el pelo se le está cayendo, aunque no dejó de teñirlo. Es de un marrón rojizo que acompaña un rostro pálido que alguna vez tuvo pómulos firmes, aunque las arrugas más pronunciadas están en el cuello.
— ¡Irina! Dejá el control remoto quieto que después no encuentro los canales —rezongó. —Estoy cansada, todo el día trabajando en este caserón y cuidar a Irina no es changa —dijo bajando la voz —Se pone muy caprichosa y solo es lo que ella dice, ¿vistes?
Cuando Irina enviudó hace más de 40 años, se fue a vivir allí. Estuvo un tiempo en un hogar de ancianos, pero Nibia quiso que volviera a la casa a pesar de que la tendría que cuidar. De lo contrario se habría quedado sola. Durante la semana, porque el domingo se vuelve la anfitriona de la vieja casa.
Ese día, la cocina se llena de sobrinos, nietos, primos y amigos que se van pasando el mate, comen pan con dulce y manteca, siempre y cuando no esté el pastel de dulce de batata, y conversan de la familia.
Solo en ese momento se apaga la televisión.
Por Natalia Calvello