Las medidas no privativas de libertad, el encierro y el después

Por Natalia Calvello

No hay un solo día en que no recuerde el momento que le cambió la vida. “Yo tuve la oportunidad de pensarlo, de darme cuenta de lo que estaba mal, pero me podrían haber mandado para adentro un año y medio”, dice Marcelo con voz serena, en un escritorio repleto de papeles, carpetas y lápices. Por todas partes hay cajas de plástico azul con más carpetas. Brian, sin embargo, estuvo adentro. Le dieron catorce meses, pero querían darle veinte, dice, mientras recuerda el año de su vida que dejó en el Centro Colibrí, actual Complejo Belloni. “Cuando salí encontré todo cambiado”, cuenta. Ambos tienen dieciocho años y una historia de vida cargada de responsabilidades que no le corresponden a un adolescente. Actualmente, las historias de Marcelo y Brian coinciden también en que ambos están realizando su primera experiencia laboral en la sección de archivo del Ministerio de Desarrollo Social, iniciativa del programa de Apoyo al Egreso de INAU.

Adentro

Brian recuerda que cuando llegó a Colibrí “era todo raro, como una casa grande con rejas” en la que iba a estar un año de su vida, aunque subraya que él tuvo “suerte”. Colibrí no era una cárcel como las demás: “Llegué ahí dos días antes de las fiestas, faltaba estar con la familia nomás, pero estoy seguro que todo lo que comí allá adentro no lo iba a comer en la calle”. Todos los centros tienen medidas de seguridad y de encierro diferentes, comentan Lorena Vizcaíno y Paola Beltrán, extalleristas de la Colonia Berro. “A nosotros no nos importaba por qué estaba ahí el gurí, trabajábamos desde la inclusión y la libertad”, señaló Vizcaíno, quien llevaba adelante una propuesta de comunicación con los adolescentes.

Brian siempre trató de llevarse bien con todos, aunque no era tan fácil: “Había uno solo que comandaba todo y si no eras el perro tenías que pararte de manos y yo no era el perro de nadie. Después de que se fue el pibe este todos empezaron a hacerse como él”. Eso lo llevó a pedir que lo cambiaran de pieza. “Podía estar en una pieza, cerrar los ojos y no pasaba nada, nadie se iba a matar”. Brian dice que puede intuir cuando las cosas malas van a suceder: a la semana de cambiarse hubo un conflicto en su pieza anterior y cambiaron de centro a sus compañeros. En Colibrí se dio cuenta de que los gurises que están adentro no están “zarpados en robar” aunque digan que son los “más chorros”: “Capaz que ese pibe la estaba pasando mal, estaba fumando pipa todo el día o no tenía para darle de comer a la familia”.

Vizcaíno dice que la institución refuerza “la identidad del pibe chorro”, hay violencia interna entre los adolescentes que es impuesta por los adultos: “Ellos están sobreviviendo ahí adentro y es la ley del más fuerte”. Estar deprimidos, recibir medicación y cortarse eran los estados predominantes de los adolescentes en el encierro, cuenta Vizcaíno y añade que los lugares por donde pueden circular los adolescentes dentro de las cárceles también varía según las autoridades de turno. Para ella, en esas condiciones es difícil generar cambios drásticos en los adolescentes.

En el encierro, Brian realizó talleres de hip hop y de macramé, y practicó deportes. “El hip hop me sirvió para despejar un poco la mente del encierro. Vos estás encerrado adentro de la celda y cuando salís estás adentro del módulo”, explicó. Todo iba bien en Colibrí hasta que llegaron otros hogares de la Colonia Berro. Muchas cosas cambiaron en el ahora Complejo Belloni. Si bien les permitieron ingresar auriculares y playstation, uno de los cambios que más afectó a Brian y a sus compañeros fue la disminución en la alimentación (solo una porción en cada comida) y la prohibición de ingresar jugo instantáneo al Complejo, porque según Brian, los adolescentes de los otros hogares solían utilizar este preparado caliente para quemarse la cara. Tampoco se podía ingresar más de una botella de refresco al módulo. “

Vos podías decir: ‘Mirá por lo que estás discutiendo, estás en cana’, pero venía mi madre de visita y me decía que no tenía para un refresco y ta, no pasaba nada, si éramos cuatro en la pieza, pero algunos gurises ni siquiera tenían visita y ¿cómo le decía yo a un gurí que no lo podía convidar porque nos trajeron una botella sola?”, explicó. Para Brian esta situación era injusta, ya que ellos nunca habían utilizado el jugo para hacer daño, al igual que también era injusta la prohibición de estar sin remera o de circular en la cocina. Pequeños cambios que adentro del encierro se hacían insostenibles.

Afuera

Desde el primer momento supo lo que estaba bien y lo que estaba mal. Su madre se lo había enseñado. Vive solo con ella y en esa época no tenía trabajo y había perdido a un familiar hacía poco tiempo. Él era un adolescente y si buscaba trabajo le pagaban dos pesos. Esa noche puso su cabeza en la almohada y en su cabeza solo daba vueltas una idea: con esa plata le podía dar unos pesos a la vieja, pagar las cuentas y comer. Era fácil. El cuñado de su amigo los esperaba en la estación de servicio donde trabajaba, con la plata del día. Solo había que actuar un poco. La utilería: una pistola de juguete. Todo salió mal. El patrullero persiguió la moto y empezó a disparar. “Estuve dos días en el calabozo y cuando vi a mi madre parecía que había estado sin verla un montón de tiempo”, recuerda Marcelo.

“Promesem te dice que hiciste las cosas mal. Yo quiero hacer las cosas bien, pero ¿qué herramientas me das para que yo pueda hacer las cosas bien?”. A los gurises hay que incentivarlos a estudiar, dice, pero no en el liceo, porque “no les sirve, lo hacen y no les gusta. Hay que enseñarles un oficio”. Su padre es electricista. Desde muy chico le mostró el oficio y quizás ese es uno de los motivos por los que estudia Electricidad en la UTU.

Cuando tenía 16 años, Marcelo ingresó al Programa de Medidas Socioeducativas No Privativas de Libertad y Mediación (Promesem) del Instituto Nacional de Inclusión Adolescente (Inisa), según él porque era la primera vez que cometía una infracción, estaba estudiando y además había un adulto involucrado en la infracción.

“Conozco a gurises que han estado privados de libertad y no es nada que ver con firmar”. Así le llama Marcelo a la dinámica que realizó en Promesem, pero no es el único. Según Elena Vázquez, asesora del programa, esta denominación es histórica y es un factor suficiente para que los jueces descrean en las medidas no privativas: “Les hacemos firmar para darles los boletos y después ellos les dicen a los jueces que van a firmar”. Las medidas no privativas son ejecutadas por Promesem y organizaciones civiles en convenio con Inisa, como Renacer y Volpe en Montevideo y Movimiento Opción en Canelones y el Proyecto Magone en Salto. Si bien las organizaciones manejan un cupo de 15 a 25 adolescentes, Promesem no tiene límite de cupos y se atiende un promedio de 100 adolescentes por año. El tiempo que dure la medida no privativa depende de la sentencia del juez. La propuesta busca trabajar en la responsabilidad de la infracción y se atienden los derechos vulnerados del adolescente, comentó Vázquez.

Hablar. Hablar mucho sobre cómo le estaba yendo con los estudios, cómo se había portado en la semana y reflexionar sobre su infracción era la principal actividad que realizaba Marcelo en Promesem. Había talleres de plástica, pero no iba porque él prefería jugar al básquetbol, una de sus pasiones. Es común que para saludar Marcelo tenga que inclinarse. No se olvida de la vez que su referente habló con su profesor de básquetbol para que le diera una beca en el club. Tampoco cuando sintió la estigmatización de sus compañeros, de quienes lo vieron crecer, de su familia. Las referentes le hablaron y lo hicieron sentir mejor. “Está bueno que te escuchen y que te entiendan, porque es fácil que te escuchen, pero muy pocas personas te entienden”, dice con los ojos perdidos en algún lugar.

Marcelo ha vivido discriminación: “Ellos ven lo de afuera, pero no ven por qué saliste a robar, o capaz que saben, pero igual te llaman ‘ratero’ y en lo que terminaste. Sin embargo estoy trabajando y estudiando y me va bien”. En Promesem decía que necesitaba un trabajo, que hay momentos en los que uno no sabe qué hacer: “A veces no entienden que uno necesita trabajar, te dicen que no podés robar, pero entendeme que no tengo ni para comer, y en cuestión de meses me quedo en la calle porque no tengo dónde vivir”.

Enfoque

“Por peor que sea un programa de medidas no privativas siempre va a ser mejor que la privación porque nunca va a vulnerar los derechos que vulnera la privación”, afirma Vázquez. Para ella, los jueces piensan que las medidas no privativas no se cumplen. A esto se le suma la ley N.º 19.055 que establece la privación de libertad con el mínimo de un año para los adolescentes mayores de 15 años que hayan cometido infracciones estipuladas como “graves y gravísimas”, entre las que se encuentra la rapiña, así como la “tentativa” y “complicidad” ante este tipo de infracciones.

“Si un juez estuviera dispuesto a dar una medida no privativa, no lo hace porque ese marco lo sesga. Es muy difícil que un gurí por rapiña tenga una medida no privativa, es un tema cultural”, opina Vizcaíno. En la actualidad, Vizcaíno y Beltrán trabajan en el Proyecto Gestión Integral de la Seguridad Ciudadana (GISC), una iniciativa del Ministerio de Desarrollo Social que trabaja con adolescentes que hayan sido detenidos en la comisaría, pero aún no tuvieron sentencia. El programa contrasta con el trabajo de Promesem porque el GISC realiza un abordaje territorial de la problemática, buscando posibilidades para los adolescentes en los barrios donde viven, señaló Vizcaíno.

No obstante, Vázquez indicó que no todas las propuestas del Promesem se realizan adentro de la institución, sino que se intenta incluir a los adolescentes con otra población, realizando talleres en diferentes barrios: “Queremos promover derechos y construir ciudadanía, pero también debemos hacer procesos de reflexión con el joven, fomentar un mirada crítica sobre sus actos, sus derechos y los de terceros”. Según Fernanda Albistur, directora del Promesem, el modelo de trabajo es la inclusión y esto comprende al contexto del adolescente, por lo que los operadores intervienen también en el barrio y en el centro educativo al que concurre el joven. Albistur instó a comenzar la inclusión desde la convivencia: “Muchas veces el vecino que ve al chiquilín que golpea al perro o rompe el árbol, en vez de pegar el grito por la ventana sería bueno que le explicara, en general tendemos a llamar a la policía y no a comprometernos como parte de la comunidad”.

“Parece que el adolescente fuera visibilizado cuando comete delitos nada más”, dice Vázquez. Al respecto, Vizcaíno siempre se preguntó qué pasaba en el antes, por qué llegaban los adolescentes a esa situación: “Antes se tendrían que hacer una cantidad de cosas que no se están haciendo”. Para ella, tiene que haber más organización de parte del Estado para generar cambios, porque “si no, vas con un escarbadientes tratando de generar oportunidades que en realidad son derechos de los gurises”.

Una de las dificultades de planificar a largo plazo y poner en práctica lo aprendido en el territorio es que los programas van cambiando, según Beltrán. El GISC es un programa piloto que termina en diciembre. Para Vizcaíno, además, no está puesta la mirada en el proceso: “Te piden resultados y estás trabajando con personas”.

Durante el proceso de trabajo de trabajo del GISC ha sucedido que se les debe dar la baja del programa a chiquilines que han recibido medida no privativa. “Nosotros seríamos una excelente medida no privativa”, puntualizó Vizcaíno y añadió que algunos de esos adolescentes, después de un tiempo, cayeron en privación de libertad: “Capaz que si seguíamos trabajando pasaba lo mismo, pero nunca se va a saber”.

En algunos momentos, contó Vizcaíno, en los que se pudo mantener la intervención tanto del GISC, como del Promesem, el primero tuvo un abordaje más a nivel familiar y comunitario, mientras el segundo trabajó desde el ámbito educativo-laboral. “Tenés que ir con un tenedor. No tenés cursos para estos gurises, hay pocas herramientas y tampoco tenés la oportunidad de becas o pasantías donde vos puedas sustituir el delito contra la propiedad, el dinero y las necesidades que tienen los gurises y las familias. Trabajás desde la palabra”, sentenció Vizcaíno.

Paola coincide en que las posibilidades de desarrollo dependen de cada centro y de las autoridades: “Me encontré con gurises que tenían una historia de violencia ejercida hacia ellos, la familia y el territorio, una historia de exclusión y de consumo. Muy solos y con historias familiares en las que se reproducía lo único conocido”.

No obstante, Albistur remarca que el primer directorio actual del Inisa es el primero que trae pautas de trabajo para evitar las diferencias que hay en la interna de cada centro y para que haya un estándar sobre cómo pasan los chiquilines sus horas en privación de libertad. Si bien en Promesem se implementan medidas socioeducativas como la libertad asistida, libertad vigilada, prestación de servicios a la comunidad, orientación, apoyo y reparación simbólica del daño, ésta última es la que menos se ha implementado, expresó Vázquez. Un ejemplo que dio la asesora fue cuando los adolescentes visitaron el Hogar Piñeyro del Campo para hacer una jornada con adultos mayores, aunque también hay proyectos para pintar bancos y muros: “No depende de nosotros, sino de lo que determinen los jueces”. En este sentido, según la asesora del Promesem, la mediación con la víctima no es fácil de implementar porque es difícil que ambas partes quieran encontrarse.

Desde Unicef se realiza la campaña Son adolescentes, que tiene como objetivo sensibilizar sobre las medidas no privativas de libertad. En este sentido, recoge la Convención de los Derechos del Niño que establece que la privación de libertad debe ser el último recurso, la última pena a implementar si se comete una infracción.

Según Lucía Vernazza, oficial de Protección de Unicef, el alto índice de privación de libertad no afecta solo a Uruguay, sino a la región. “Sabemos que el sistema de penas no privativas es débil. No hay una política pública ni lineamientos claros sobre cómo abordar qué tipo de medida; por ejemplo, para vos la libertad asistida es una cosa, para mí es otra”, aseguró. Para ella hay que especializar la gestión del sistema de sanciones no privativas, y protocolizar los contenidos de los programas que deberán basarse en un plan individualizado para cada adolescente, porque “vos tenés un taller de esto, de lo otro y capaz que eso no es lo más apropiado”.

Entre las recomendaciones se insta a: “evitar los eufemismos”, en el sentido de que los “hogares” son “cárceles” y las “medidas socioeducativas” son en realidad una “sanción penal”; también se insta a sistematizar la información para poder planificar políticas públicas; y a revisar la normativa para que haya un código de responsabilidad infraccionaria adolescente.

Después

Al igual que Marcelo, Brian vive con su madre. Cuando era un niño, ella no tenía trabajo y él, con apenas 11 años, empezó a fumar marihuana y a “quemarlo todo”. “No era adicto, pero iba a los bailes y tenía peleas o andaba en motos robadas”, contó. Siempre salía a “ganar”, pero un día al salir de un cumpleaños él y sus amigos se encontraron con otro grupo de jóvenes y le tocó “perder”. En Colibrí terminó sexto de escuela y empezó el liceo: “Sin eso ahora no podría estar trabajando”. Para él, el Gobierno debería darle “un poco de apoyo a los gurises, responsabilidades a ver si encaran, porque un gurí que no tiene estudios no va a cambiar”. Brian se dio cuenta de que consigue más trabajando que robando, porque robando perdió un año de su vida y cuando salió vio “todo cambiado”.

A él le gustan tanto las motos que se propuso estudiar mécanica en la UTU. Sabe que el estudio no es lo suyo, pero le gusta la mecánica. Incluso, dentro de seis meses, planea pedir un préstamo para comprarse una moto. Aunque todavía le quedan unos cuántos meses de pasantía, ya está pensando en buscarse otro trabajo.

Un día llegaron operadores del Programa de Apoyo al Egreso a entrevistarlo. Brian ni se imaginaba que le podían conseguir un trabajo, aunque varios de sus compañeros estaban trabajando. Las salidas diarias hasta su lugar de trabajo eran vigiladas, lo llevaban y lo traían. “Le decía a los directores que quería una licencia y me decían que estaba saliendo todos los días a la calle. Ahí me quemaba, no entendían que yo no iba a mi casa, a mi cama, no estaba con mi madre”.

El programa de Apoyo al Egreso se creó en 2011 mediante la ley de creación del Sistema de Responsabilidad Penal Adolescente (Sirpa) y surgió en la Central de Trabajadores (PIT-CNT). La innovación estaba en proponer la circulación e inserción para los adolescentes con medida judicial, a través de convenios con empresas y organismos. De 170 adolescentes trabajando en 2015, actualmente hay 20, ya que han caído varios convenios. Cuando Brian quedó en libertad regaló todos los rosarios y pulseras de macramé que hizo entre los funcionarios y sus compañeros. Ningún otro adolescente podrá hacer lo mismo porque trasladaron a la tallerista a otro módulo.

Salió y encontró todo cambiado. Adentro, dice, aprendió a “cazar antenas, a avivarse”, a pensar las cosas dos veces, aunque sabe que no a todos les pasa: “Siempre traté de buscar la suerte. Hay gurises que salen y lo único que les queda es robar”. “Me ha pasado que a la gente se le cae la billetera en la calle y se la doy, aunque no tenga plata ni para los boletos. Maduré. No estoy para estupideces, quiero hacer las cosas bien”, asegura.

En los próximos años, él se ve terminando de estudiar, trabajando, jugando en el plantel del equipo de básquetbol y superándose a sí mismo, pero pensando todos los días en lo que le pasó cuando tenía 16 años. En su antebrazo hay una esmeralda con una corona: “Mi madre se llama Esmeralda y ella es mi reina. No me iba a tatuar ‘mamá te amo’, porque era horrible”.

 

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