Por Javier Russo
¿Y si la mato hoy?, se escuchó.
Era la primera vez que lo decía en voz alta.
Ella le había dicho que no lo amaba más, pero él sabía que era mentira, estaba seguro que lo había dejado por otro.
Iban cuatro noches que no dormía ni trabajaba. Día tras día inventaba una excusa nueva para faltar al trabajo.
Después de las dos de la madrugada, el muro oscuro de cuatro pisos solo hacía guiñadas. Alguien en la cocina abre la heladera. Otro pone a calentar algo en el microondas. Un padre enciende una luz y se asoma al dormitorio de sus hijos. Un niño desvelado por un sueño se cambia al dormitorio de sus padres. Sin ningún orden las ventanas se prenden y se apagan. Pero a las tres, la de ella se encendía y así quedaba hasta que la claridad del día la igualaba a todas.
Por suerte nunca reparé esa persiana… ¿Ya estará viviendo con él? No, estoy seguro que no, lo debe de llamar a esta hora.
La bufanda gris le tapaba la boca, y el gorro negro las cejas. Sentado en el muro del otro lado de la calle, con las suelas de las botas apoyadas en la alfombra de hojas marrones y amarillas, como si caminara, las movía hacia adelante y hacia atrás. Pasaba toda la noche así, elaborando hipótesis. Como en una película de vampiros, cuando el sol llegaba él se iba por culpa de la restricción que le había impuesto la jueza que no entiende nada de la vida.
De noche nadie controla nada, se repetía cada tanto.
El ruido lento de las herraduras contra el hormigón, del caballo que cincha de un carro lleno de cartones y miseria, se mezcla con ladridos mientras pasa. A lo lejos se escucha el ronquido de motos que juegan picadas. En la esquina, en cuclillas, al lado del contenedor vacío, un hombre rompe bolsas de nylon y separa sobre la vereda lo podrido de lo incomible. En la mitad de la cuadra un taxista, sin mirar los espejos, hace chirriar las ruedas al doblar en U.
Cómo no me di cuenta de aquel mensaje: Hola, ¿cómo estás? Obvio que no era su madre. Era él.
Si tuviera un poco de dinero alquilaría un dron.
Así podría ver las sombras de ellos a través de la cortina.
Los ojos clavados en la ventana iluminada, la luna gorda y blanca clavada en su cara tapada. Entre él y el mundo, el permanente humo. Solo levantaba los pies para pisar las colillas de los cigarros que tragaba uno tras otro.
¿Qué parte no entiende? Ella es mía, yo le avisé. Me acuerdo clarito cuando, entre sábana y sábana, me dijo: Yo soy tuya.
Y lo que es mío es mío, y punto. Siempre hay que pelear por lo que a uno le pertenece, me dijo mi padre.
¿Por qué no se asoma? No hace tanto frío.
Capaz que hoy se levantó a tomar agua, nunca tuvo hora para levantarse a tomar agua. Y se olvidó y dejó la luz prendida.
Una pareja pasa caminando por delante de él. Abrazados, apretujados, riendo, susurrando. Es lo único que lo distrae por un instante de la ventana. Eso, no la sueltes, no la largues, mirá que son unas desagradecidas, y en cualquier momento te dejan, y por cualquier pavada te denuncian.
La claridad avanza y los pocos focos sanos de la cuadra se apagan. Mira por última vez la ventana y se toca el arma de reglamento a través de la campera, debajo de la axila.
¿Y si la mato?
Se levanta, y con las manos en los bolsillos de atrás, vuelve por donde vino.