Por Laura Seara
Soy mujer, inmigrante, trabajadora. Coso más de 50 horas por semana por 4 dólares.
Hoy es sábado. Son las 4.50 pm. Ya casi termina mi jornada. Miro para afuera desde la ventana del noveno piso de la Triangle Shirtwaist. Reconozco en algunas mujeres que caminan por Washington Square las camisas confeccionadas en la fábrica por las manos de alguna compañera. Incluso, quizá, por las mías. Yo no puedo comprarlas.
Siento los ojos acechantes del capataz y me espabilo de mi triste letargo. Hundo mi pie derecho en el pedal, con tanta fuerza que las falanges presionan contra el músculo. El monótono ruido del motor satisface al guardia, que se aleja para buscar otras presas. No hay tiempo para lamentos, ni para tripas crujientes de hambre, ni para vejigas hinchadas y doloridas. El techo que me resguarda en los días de lluvia y la cama que me arropa en las noches de invierno dependen del hilo que se incrusta en la urdimbre.
El sonido de las decenas de máquinas se detiene. Primero siento el olor seco y penetrante del humo. Un segundo después escucho un grito ronco: “¡Fuego!”
Mis dedos empiezan a temblar. Mis piernas no responden. Intento buscar entre la espesura gris las caras de mis compañeras. Distingo con dificultad algunas miradas horrorizadas, otras empapadas en llanto, otras que buscan con desesperación la salida. No escucho más que gritos ahogados. Me arden los ojos. A mi alrededor, cientos de fibras de algodón crujen como pasto seco.
Trato de moverme hacia las escaleras. El cuerpo pesa. Me arrastro. Llego a tocar las rejas calientes y compruebo, en un débil sacudón, mi sentencia: están trancadas.
Los marcos de madera de las ventanas se abrazan a la lumbre roja. Los vidrios parecen derretirse. Pienso en la casa de mi niñez, en los rayos de sol colándose tibiamente por la claraboya para acariciar mis mejillas. En las manos de mi abuela, enseñándome a coser. En las de mi madre entregándome el boleto de barco para llegar a esta ciudad. Intento mirar las mías.
Ya no puedo.