Por Laura Seara
Gaby deja la túnica en el respaldo de la silla de madera del comedor. Apenas supera un poco la altura de esta. Se acomoda la melena rubia con la palma de las manos, achatándose el pelo lacio, y camina hacia la cocina. Enciende una de las hornallas, pone agua en la caldera y queda unos segundos contemplando que no se haya apagado el gas, como le enseñó su mamá.
Mira el reloj de la cocina. La aguja más corta está en el 5, y la más larga en el 12. Se apura a buscar el banquito de madera que la ayuda a alcanzar los tarros de la alacena. Busca el blanco con flores celestes, que dice té. Se baja con cuidado, agarrándose de la mesada de mármol. Del cajón de los cubiertos saca el colador de metal y una cucharita, para revolver. Cuando hierve el agua, apaga la llave.
En el armario está su taza. Gaby mira los dibujos que están sobre la porcelana blanca. Una nena rubia observa asombrada a una mariposa, mientras revuelve una mezcla de chocolate en un bowl. El vestido amarillo, como su pelo, con lunares rojos. Del lado contrario, otra mariposa, otra nena rubia de vestido celeste con miriñaque, un lazo en la cintura y pañuelo al cuello. Sobre la cabeza, una capelina. Como una pastora. Gaby se imagina que ella es su amiga. Toma el asa, que tiene el perfil de un galgo con ribetes dorados. Vierte la mitad del agua caliente sobre el colador con té, y completa la otra mitad con leche fría. Una, dos, tres cucharitas de azúcar. Casi pronto.
Toma el pan de la panera de la cocina y desgrana con cuidado las partes más tiernas y blancas de la hogaza. Recoge con las dos manos los trocitos y los deja caer dentro de la taza. Sonrie con sus ojos verdes al ver la decena de migajas flotando sobre el té con leche. “Sopita”, dice con voz suave, casi como un susurro, y camina con pasos rápidos y orgullosos hasta el living, cuidando de no derramar ni una gota sobre las baldosas del piso.
Deja la taza sobre la mesa ratona y enciende el televisor. Aprieta el botón que marca el 12. Se acomoda en el sillón, y agarra fuerte la taza con las dos manos, como le enseñó su mamá.
La imagen en blanco y negro muestra a un hombre de unos 50 años, con traje rayado, guantes blancos, sombrero de paja, cejas y bigotes gruesos.
Gaby canta a coro con las voces de los niños que salen del aparato:
Portate bien, portate bien, pues te lo pide tu amigo, portate bien, portate bien, pues te lo pide Pilán.
Gaby crece. Estudia, se enamora, se muda, tiene hijos. Una tarde de domingo, mientras toman un café después del almuerzo, su mamá le dice que tiene un regalo para ella. Busca en la cartera y saca una bolsa de papel. Dentro, la tacita, con los dibujos de las nenas y el galgo. Recorre con la yema de sus dedos las grietas de la porcelana, una al frente, otra cerca del asa, desde el borde dorado a la base.
—Se me cayó un día limpiando, pero tu padre la pegó. Está casi como nueva. Ahora que me mudé, quiero que la tengas contigo.
Gaby se emociona. Recuerda las tardes al salir de la escuela, el ritual de preparación de la merienda, el olor del pan desgranándose para hacer sopita.
Agarra fuerte la taza con las dos manos, como en aquel entonces. Se dirige hacia el aparador y la coloca al frente. Sonríe con nostalgia y cierra las puertas de vidrio.
Gaby conserva la memoria, como le enseñó su mamá.