Por Analía Pereira
¿Habrá una vez un día en el que caminar sola sea placentero y disfrutable?
Caminando a paso apresurado a las nueve de la noche por 18 de julio me pregunto si habrá alguien a mi alrededor que se sienta igual, que camine a paso firme agarrando con la mano derecha el celular que se esconde en el bolsillo del pantalón y con la izquierda la mochila colgada del hombro.
Dicen que el miedo se ve a simple vista, dicen que “ellos” se dan cuenta. ¿Habrá en “ellos” alguna clase de miedo? O es que solo han nacido para intimidar? Les temo, pero nunca me he cruzado a ninguno, o quizás sí y no me di cuenta. Les temo pero no los reconozco, a veces me pregunto si está bien temerle a algo desconocido… todos les temen.
El omnibus tarda en llegar y yo me sobresalto cada vez que una moto pasa sobre la vereda, o cuando alguien se me para atrás, o al costado, o adelante. Quizás no debería tener tanto miedo, aunque no me haya cruzado con ninguno me han dicho que puedo darme cuenta por su ropa. Debo estar atenta, quizás prestando atención veo uno y puedo alejarme.
Al fin llegó el tan esperado transporte público, vacío como siempre a esta hora. Una vez que me subo me siento más aliviada, aquí “ellos” no podrán hacerme nada. Sentada contra la ventana en el medio del ómnibus, veo cómo la caja de metal con ruedas se empieza a llenar, todos suben apresurados, pagan el boleto y se sientan. Apenas entran los teléfonos móviles se apoderan de sus ojos, los hipnotizan, nadie levanta la cabeza.
Dos chicos se suben con una guitarra y una armónica, dicen querer cantar algo, puede que los estén escuchando, pero nadie levanta la cabeza. En medio de la canción, una futura mamá se sube y espera la voz del conductor que pide a gritos “un asiento para la señora”. Una mujer de las primeras filas se para, pero nadie levanta la cabeza.
Antes de que la canción finalice me bajo, corro los tres escalones de la puerta trasera y me apresuro a cruzar una avenida de doble vía, antes de que el semáforo cambie a color verde. Las paradas de ómnibus están repletas, puede que sea por eso, pero mi miedo ha cambiado, se siente diferente.
A unos pasos de la montonera de gente esperando el ómnibus, un señor con un carro de supermercado mira a la nada un poco perdido, o triste. Son las nueve y media, pero nadie levanta la cabeza.
Camino un poco más y me pierdo a la vuelta de la esquina, donde una mamá con un bebé envuelto en sus brazos pide una moneda mientras lo acurruca para que no sufra el viento frío que está soplando. A unos pasos de ellos hay un grupo de gente, pero nadie, nadie levanta la cabeza.
Es ahí, frente a esa mamá y su bebé, que me doy cuenta: es dificil reconocerlos a “ellos” y no caer en la misma. Usan cualquier tipo de vestimenta. Cuidáte de ellos y no tengas miedo: los verás cuando nadie levante la cabeza.