Por Gabriela Fernández
En la Asociación de Escribanos del Uruguay a las 11 de la mañana del jueves 8 de marzo el movimiento era el habitual. Algunas personas entraban y salían de la sede, otras esperaban turno para ser atendidas, un grupo conversaba e intercambiaba ideas y los funcionarios atendían como siempre.
Arriba del mostrador de atención al socio había una canasta de unos 20 centímetros de diámetro con un cúmulo de tarjetas de cartulina que decía en letras rojas: “Feliz día de la mujer” y un clip con una flor rosada de porcelana fría.
-Hubiera sido mejor una flor violeta ¿no? -le dijo una escribana al funcionario del mostrador.
-La verdad que sí –contestó él con una sonrisa entre cómplice y sarcástica−. Pero… está lleno de gente. ¿No era que iban a parar?
La mayoría de la población habitual de la Galería del Notariado son mujeres, esa mañana no fue la excepción. Cargando portafolios o carpetas, se las ve siempre apuradas para llegar a las oficinas a inscribir documentos o a pagar impuestos con plazos que vencen. Las colegas más jóvenes, a veces, circulan con cochecitos de bebé o arreando niños de la mano. Para ellas, parar es una entelequia; también lo es para aquellas escribanas que trabajan en los estudios grandes por un sueldo casi indecoroso.
Quizás algunas de esas escribanas, y algún escribano solidario, formen parte de la masa humana que ocupará la avenida 18 de julio desde las seis de la tarde hasta la medianoche.
La marcha
Sobre las 18 horas se cortó el tránsito en la principal avenida montevideana. Ya se veía el movimiento de gente que caminaba desde el Obelisco hacia la Plaza Cagancha, punto de partida de la manifestación. Se sumaban por las vías laterales aumentando el caudal humano que un par de horas después formó un río de mujeres, hombres, niños y niñas reclamando igualdad de trato y oportunidades para todas.
La calle se tiñó de violeta y negro, aunque muchas optaron por las prendas de colores, el blanco y un pañuelo verde al cuello en solidaridad con las argentinas que luchan por la despenalización del aborto.
El borocotó borocotó de los tambores de la cuerda La Melaza retumbaba con fuerza, acompañado por cantos que exigían igualdad y basta ya con la violencia machista. Carteles y pasacalles tenían como leyendas: “No discuto con personas que ni siquiera leyeron la definición de feminismo en Wikipedia” o “No me gusta cuando callas”.
Caminaban despacio pero sin pausa, como va la lucha por los derechos de las mujeres. Había jóvenes, viejas, gordas, flacas, rubias, morenas, vestidas de oficina con pollera y chaqueta, con calzas, remeras, con bermudas o short. Todas juntas.
En la esquina de 18 de Julio y Ejido un grupo se apostó en la vereda frente al Bowling con el cartel: “Con mis hijos no te metas”. La marcha se paró frente a ellos y, en protesta, les aplaudió con fuerza; luego se sumó más y más gente haciendo palmas.
En el medio de la marcha, un varón de algo más de 30 años, flaco, alto y de barba pelirroja caminaba con la bicicleta al costado. En el cuadro de la bici iba Maia, su hija más grande en edad escolar. Era rubia, con rulos y llevaba lentes de marcos oscuros; atrás, en un carro prendido a la bici, iba Sagia la más chica, de chaleco violeta.
-¿Fuiste a la escuela hoy? −le preguntó una manifestante a la más grande.
-¡No! -contestó el padre– ¿Cómo va a ir? ¡Hizo paro!
En los balcones había globos y cintas violetas. En uno de ellos un grupo de señoras grandes aplaudían al paso de la gente y coreaban los cánticos alusivos.
Hacía calor y el vaho humano se hacía sentir cada vez más. A medida que la marcha se acercaba a la explanada de la Universidad de la República el paso era cada vez más lento y la muchedumbre más densa.
Las puertas de la Galería del Notariado estaban cerradas. Todo estaba oscuro. La imagen de la mañana ya no era la misma que la de la noche. Tampoco la de aquellas que por la mañana estaban allí.