El 13 de abril de 2015 murió Eduardo Galeano. Sus restos fueron velados en el Salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo con honores de Estado. En su despedida lo acompañaron familiares, amigos y personalidades de diferentes ámbitos. En el otro extremo de la ciudad, el personal del Café Brasilero tuvo que atrincherarse detrás de las puertas para impedir que periodistas y curiosos ocuparan el bar al que iba habitualmente el escritor uruguayo. A tres años de su muerte, Dimitri, uno de los mozos, cuenta las tardes compartidas con él, habla de su vida y recuerda ese día de luto.
Por Gabriela Fernández
Una puerta alta de madera y vidrio y dos ventanas medianas son el único frente del Café Brasilero. En el salón hay una veintena de mesas pequeñas y cuadradas ordenadas en forma simétrica con sus respectivas sillas de estilo. Las arañas que cuelgan del techo son art nouveau. Al fondo, el mostrador de madera oscura y lustrada atraviesa el lugar casi de pared a pared. Por detrás hay un mueble cristalero con variedad de bebidas que parecen un cuadro multicolor; arriba, un gran espejo de época tiene una leyenda en letras doradas de forma curva que dice: “Café Brasilero.1877”.
Las paredes, blancas hasta la altura de las mesas y más abajo de madera, están cubiertas por fotografías de calles, plazas y antiguos edificios montevideanos, retratos de Carlos Gardel, Julio Sosa, Aníbal “Pichuco” Troilo, Paco Espínola y Mario Benedetti, colecciones de sellos y fragmentos de textos literarios. Pero, sobre todo, hay fotos y recuerdos de Eduardo Galeano.
Adentro, se escucha el rumor suave de la conversación y el crujir de los antiguos tablones del piso con el trajinar pausado de la gente. En plena Ciudad Vieja, a metros de la plaza Matriz, en la calle Ituzaingó número 1447 casi esquina 25 de Mayo, apenas ha pasado el mediodía y los sentidos se despiertan con el aroma especiado de la comida y el incipiente olor al café de la sobremesa. Los clientes entran y salen; algunos optan por las propuestas gastronómicas, como la corvina a la plancha con risotto de mandarina, otros amenizan la tarde de sábado con una charla entre amigos, y están quienes se acercan solo para conocer este lugar mítico, fundado hace 141 años, al que iba casi a diario el periodista y escritor uruguayo conocido por obras como El libro de los abrazos.
Dimitri es alto, flaco y de cutis un tanto cetrino. Tiene la cara redonda y unos ojos pequeños y avezados con los que controla, desde atrás del mostrador, todo lo que pasa a su alrededor. Conversa mientras seca la vajilla hasta dejarla reluciente. Su acento lo identifica.
—¿Qué hacés en el Uruguay? —le preguntaba Galeano—. ¡Con ese hermoso país que es Chile!
—Es que me vine por amor —contestaba.
Galeano siempre se sentaba en el mismo lugar, en la misma mesa, contra la ventana y al lado de la puerta. En ese rincón, cobijado por la madera añeja del bar, leía y escribía. Quizás fue en esa mesa que, a principios del convulsionado 1973, se reunió con Federico “Ficus” Vogelius, hombre ligado a la cultura argentina. En esa oportunidad, Vogelius le ofreció la dirección de la revista Crisis, proyecto que se concretó unos meses más adelante, como evoca Fabián Kovacic en Galeano. La biografía.
Durante su gestión como director de Crisis, se afincó en Buenos Aires y pudo mirar desde el otro lado del Río de la Plata lo que sucedía en Uruguay durante aquellos años oscuros. La dictadura militar llegó a la Argentina en 1976. La persecución de las fuerzas castrenses, el control que pretendían ejercer sobre las notas y la desaparición de su compañero y amigo Haroldo Conti obligaron al cierre de la publicación.
A su regreso del exilio en 1985, y en sus renovadas visitas, Galeano iba al Brasilero. Tomaba café doble con licor de dulce de leche, amaretto y copos de crema salpicado con chispas de chocolate y se quedaba hasta la noche. Se iba por la puerta de atrás, con Dimitri, cuando se bajaba la cortina metálica.
Cuando Dimitri empezó a trabajar en el café no había leído textos de Don Eduardo. No sabía muy bien quién era y menos aún la trascendencia periodística y literaria que había detrás de aquel hombre. Incluso hoy hace un esfuerzo para individualizar sus escritos y libros.
Es probable que Dimitri no sepa del afecto entre Salvador Allende y Galeano. En el autobiográfico libro Días y noches de amor y de guerra, su autor recuerda que en el año 1963 acompañó a quien fuera presidente chileno entre 1971 y 1973 en su primera campaña política. Tampoco ha de saber que el exmandatario chileno vino muchas veces a Montevideo y que fueron con el escritor a reuniones políticas, a ver fútbol y a compartir comidas, tragos y milongas. Ni tampoco que tres semanas antes del golpe de Estado en Chile, Allende preguntó por Galeano, le pidió a una amiga que lo llamara pero, como no lo encontró, se murió sin verlo el 11 de setiembre de 1973.
Con un gesto, el mozo señala la mesa donde se sentaba y lo parafrasea: “¿Para qué una placa cuando me muera? ¿Cuál es el sentido de poner un objeto inerte arriba de una mesa con mi nombre?”.
El dueño del Brasilero respetó esta voluntad, pero encontró la forma de rendirle homenaje: incluir en la carta del bar ese café que tomaba habitualmente, de sabor intenso y con un toque suave de almendra, bautizándolo con el apellido de este escritor tan preocupado por los “nadie”.
—Sus hijos vienen muy seguido por acá. Hasta han festejado sus cumpleaños. Dicen que es el lugar donde sienten que su padre está vivo —agrega Dimitri.
Galeano tuvo tres hijos: Verónica, de su primer matrimonio con Silvia Brando; Florencia y Claudio, de su segundo casamiento con Graciela Berro Rovira. Todos ellos fueron hechos al “borde del mar donde la costa se abre y el río se vuelve mar”, según ha escrito.
El mozo continúa, casi con un soliloquio:
—Helena, su viuda, pasa por el café a saludar cuando está por la Ciudad Vieja. Es toda una dama, una señora.
Helena Villagra y Eduardo se conocieron en una raviolada durante el exilio de él en Buenos Aires. Cuenta que de ella le gustó “su manera de comer disfrutando, la mucha luz de sus ojos verdosos, la dignidad de los pómulos, la boca muy hembra marcada por la cicatriz de un tiro que le rozó la boca”.
Ambos abandonaron Argentina a mediados del año 76 con un salvoconducto: una invitación de las autoridades de la Feria del Libro de Frankfurt (Alemania) para integrar el jurado. Finalmente echaron raíces en Calella de la Costa, un pueblo de la Costa Brava catalana.
¿Por qué eligió ese lugar? ¿Acaso porque era incapaz de vivir lejos del mar?
En ese tiempo fue al mercado, disfrutó del buen vino, de los paseos y de las caminatas y cultivó la amistad; también sintió “como un delito de alta traición” el privilegio de seguir vivo y libre.
Kovacic lo caracteriza así: “A partir del exilio, nació el Galeano netamente escritor. Desarrolló su veta narrativa que zigzaguea entre la ficción y los hechos documentados. Atrás van a quedar los textos largos, periodísticos, para ser reemplazados por el texto corto. Aparece el escritor nacido del periodista”.
Dimitri gira sobre sí mismo. Con la mano izquierda señala la pared de atrás del mostrador y explica: “Ahí había dos estantes. En uno, se ponían los libros que la gente dejaba y, en el otro, los que él ya había escrito con un mensaje o autógrafo. Quedaban a la espera de que sus dueños volvieran desde Brasil, Argentina o España y los retiraran. Podían estar allí hasta un año. Galeano había tenido la idea. Luego de que murió, el dueño del bar entregó a su familia los libros que había”.
El mozo recuerda que, en sus últimos días, el escritor ya no se sacaba fotos ni conversaba. Llegaba cuando caía la tarde y se quedaba hasta el cierre, como siempre.
Ahora son casi las ocho. Un grupo de extranjeros entra al bar.
—A esta hora la cocina está cerrada —anuncia Dimitri, alzando la voz.
Los turistas se quedan para tomar el café “Galeano” hasta que cae la noche en la Ciudad Vieja montevideana.
13 de abril de 2015
“Rompo este huevo y nace la mujer y nace el hombre. Y juntos vivirán y morirán. Pero nacerán nuevamente. Nacerán y volverán a morir y otra vez nacerán. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira”, escribió en “La creación”, de Memorias del fuego.
“Miente la muerte cuando dice que Juan Gelman ya no está”, dijo cuando murió ese escritor argentino, el 14 de enero de 2014.
Hoy miente la muerte cuando dice que Galeano ya no está.
La figura imponente y blanca del Palacio de las Leyes se ve desde lejos como una estampa recortada en el cielo en este día gris con amenaza de lluvia. El edificio está rodeado de jardines con plantas y árboles. Tiene una escalinata de mármol por la que se entra al Salón de los Pasos Perdidos. Adentro está tibio. Hay muchas flores: ramos, coronas y palmas, tantas que tapan las paredes de mármol rosa. Se percibe el ronroneo persistente y suave de la conversación. La luz entra por los grandes lucernarios. Al fondo, el féretro, cubierto por la bandera uruguaya, es custodiado por la Guardia Republicana.
Están sus hijos y su esposa Helena, el entonces vicepresidente de la República Raúl Sendic, ministros, políticos, legisladores, diplomáticos, artistas, músicos, escritores, amigos, periodistas locales y corresponsales de la prensa extranjera.
El salón, divido en dos por una alfombra roja, va desde el ataúd hasta la puerta. Por allí se espera que entren personalidades de diferentes ámbitos.
La gente está distribuida por todo el recinto. Se forma una fila espontánea que llega hasta al cajón. Hay muchos grupos improvisados que dialogan entre sí. Otros se detienen a leer las bandas de las ofrendas florales, mientras hay quienes esperan la llegada de esas personalidades para las que se puso el tapete de gala.
Así, dos jóvenes envueltas en la bandera mexicana y con máquinas de fotos al cuello aguardan a José Mujica.
El expresidente no se hace esperar. A los pocos minutos de su llegada hay una conmoción generalizada y se lo ve iluminado por los flashes, rodeado de periodistas que extienden los micrófonos buscando sus declaraciones. Finalmente, todos recalan en uno de los salones laterales al de los Pasos Perdidos. Allí improvisan una breve conferencia de prensa. Rodeado de cámaras, luces y trípodes, el extupamaro, sentado en un gran sofá de cuero, responde todas las preguntas que le formulan con su habitual estilo coloquial.
El cantautor catalán Joan Manuel Serrat, que casualmente está de gira en el interior de Argentina, vuela a Montevideo para despedir a su amigo. Al ver a Serrat, de riguroso traje y corbata negra con camisa blanca, la gente se arrima en bloque a la alfombra roja. Algunos le extienden la mano para tocarlo, otros le sacan fotos y otros solo lo miran.
El Nano, como lo bautizó su primer manager, va directo a saludar; luego, se reúne con los familiares, Mujica y Raúl Sendic en otro de los salones laterales. Serrat y Galeano habían coincidido por primera vez en la sección de discos de unos almacenes de Barcelona a principios de los años ochenta. El catalán acababa de leer Las venas abiertas de América Latina y quedó en shock con el encuentro. Se hicieron amigos y cada vez que el músico llegaba a estas tierras lo visitaba en la casa de Malvín.
Las declaraciones por la pérdida se superponen:
—Era un hombre libre. Ahí están todos sus escritos para poder demostrarlo.
—Era un luchador por los derechos de los más débiles.
—Fue un defensor de Latinoamérica.
—El mundo pierde a un maestro de la descolonización y la liberación de nuestros pueblos.
—Marcó al pueblo venezolano con sus libros, su literatura.
—A partir de hoy, Montevideo tendrá dos pisadas menos.
Afuera la gente sigue llegando. La tarde está fresca.
En la otra punta de la ciudad, más temprano, Dimitri había tomado el ómnibus para ir a trabajar.
—Me bajé en la plaza España y empecé a caminar por Ituzaingó —recuerda hoy—. Estaba todo lleno, lleno de autos. No entendía nada, no sabía qué pasaba. “¿Por qué tantos autos?”, pensé. Cuando reaccioné supe que era la prensa. ¡Imponente!
Los brazos de Dimitri se extienden señalando el vacío y abre los ojos como si aún viera los autos y la gente de ese día.
—Los periodistas se empujaban en la puerta del café. Querían pasar. Tuvimos que trancar todo y quedarnos encerrados. Así casi todo el día. Cuando dejamos pasar a dos, enseguida sacaron la libretita y empezaron a preguntar. Los echamos.
A la hora de siempre el personal bajaba la cortina. Dimitri se iba por la puerta de atrás como todos los días. Llovía. Dicen que el agua lava las penas.