Bajo la piel de Walsh

Comentarios sobre La isla de los resucitados

Ahí donde las aguas rojas y azules del Paraná y el Paraguay no se mezclan nunca está la isla. Hoy, centro turístico. Desde las décadas del 30 al 60, el territorio del primer centro modelo para el tratamiento de enfermos del Mal de Hansen: lepra.

La dimensión política

Durante la presidencia de José María Guido (1962-1963), el ejército argentino se divide en dos facciones: la azul, que consideraba que el peronismo era un movimiento moderado que permitía mantener bajo control las ideas de extrema izquierda, y la roja, que veía en él a un aliado del comunismo. En 1966, las Fuerzas Armadas dan un golpe de Estado que iniciaría a Argentina en la penúltima de sus dictaduras del siglo y que colocaría en el poder al líder de la facción azul: Juan Carlos Onganía. Ese mismo año, el periodista argentino Rodolfo Walsh y el fotógrafo Pablo Alonso son enviados por la revista Panorama a la Isla del Cerrito, en el este de la provincia del Chaco, donde se sitúa la Colonia y Hospital Maximiliano Aberastury. Las aguas de los dos ríos, que confluyen pero no se mezclan, son el reflejo de un país lacerado.

A lo largo del relato, Walsh marca sus posturas sobre la realidad social argentina:

«De algún modo esta vasta actividad [la del hospital] reproduce el mundo exterior, incluso en las protestas, la sorda rebeldía, el testimonio de las injusticias. Los sueldos se atrasan, la ropa no llega, la comida es mala, “hay hermanitos que no tienen un centavo para comprar la leche”.»

A través de la coyuntura específica del tratamiento de la lepra, Walsh explicita su opinión sobre el sistema de salud argentino:

«Contra esto conspiran en Argentina la ignorancia y la miseria de las zonas rurales donde cunde la lepra; una legislación reaccionaria que explícitamente divide a los enfermos en ricos y pobres y pretende arrancar a estos de sus casas policialmente, sin ocuparse de sus familias; y por último, una política sanitaria digna de un clásico país subdesarrollado.»

Sus lecturas políticas y económicas son contundentes. La atmósfera isleña parece reproducir una realidad mucho más amplia, que abarca ya no solo a la Argentina, sino a un contexto latinoamericano de desigualdad, pobreza y abusos de poder:

«Casi invariablemente las víctimas pertenecen a un mismo sector social, la gente más desamparada de las provinicias cálidas y pobres. […] El que trabaja, gana dinero; el que tiene dinero, puede levantar su rancho; el que tiene un rancho, puede cultivar una quinta, llevar una mujer. Pero igual que afuera, no todos tienen y no todos pueden.»

La isla de los resucitados no es solo la del Cerrito: es la representación de una realidad más amplia, más compleja, donde las brechas parecen ser más profundas y dolorosas. Una isla en un país sangrante, que margina, que aísla, que excluye la alteridad amenazante. Walsh pone en las palabras del director del hospital su creencia más férrea:

«Hay que quitarse la venda. Si no, la quitarán otros.»

La dimensión humana

«Agua y jabón, agua y jabón» es el jingle que ahuyenta los propios miedos frente al bacilo resistente al alcohol. Este no lava por fuera, pero sí lo hace por dentro, con cada copa de ginebra que permite conciliar el sueño en la selva chaqueña.

En el microcosmos de la isla conviven los ranchos de setecientos pobladores con los cuarenta edificios del leprosario, el césped cortado y los naranjos de los edificios de la administración con la piel desgarrada de los enfermos. En esas 241 historias de vida se sumerge Walsh, componiendo con cada pincelada un retrato crudo y veraz que mezcla la narración, la escenificación y el rescate de lo testimonial.

Durante una semana, los periodistas conviven con «la menos contagiosa de todas las enfermedades infecciosas», pero en ese entonces la más estigmatizante. La marginación, la discriminación, el aislamento, el desprecio y el contagio laten en cada relato. Pero se advierte desde el inicio: esta será una «historia humana y una aventura humana». A lo largo de los miles de caracteres que componen La isla de los resucitados, Walsh le da voz a los olvidados de la sociedad en un gesto de resistencia frente a un mundo que no hace más que separar «lo pobre» de «lo rico» y «lo sano» de «lo enfermo».

Los mínimos actos de contacto humano son resignificados en la isla. Una caricia, un apretón de manos y hasta compartir el mate cobran otra dimensión. La introducción en la crónica de estos actos cotidianos interpelan nuestros propios prejuicios, nos replantean nuestra propia condición humana.

«A ese hombre no se le podía dar la mano. A esa muchacha no se la podía tocar, aunque su bonita cara de campesina sonriera y sus pechos bajo el vestido floreado fueran una inmemorial tentación.»

Bajo el subtítulo «Los hijos de la isla», Walsh narra las relaciones entre los enfermos de lepra, mencionando la ley que prohibe su matrimonio y cómo los hijos (ya que la lepra no es hereditaria) son separados de sus padres. Ramona cuenta sus historias de amor y abandono. Primero con Ornar, que cuando tuvo el alta le dejó de escribir, y luego con Felipe, con quien tuvo tres hijos.

«Alcancé a verlos cuando los tuve, después se los llevaron. Ni tenerlos un rato, ni tocarlos, ni nada. Y sí, después le mandan la foto, y le dicen cómo están y que aumentaron de peso. Pero no es lo mismo. Una siempre los extraña.»

Felipe también se fue.

***

Abro mi ejemplar de octubre de 2015 de La garganta poderosa, revista de colectivos villeros de izquierda, recién traída de Argentina. En la columna de los integrantes de la publicación leo: «Redactor jefe: Rodolfo Walsh».

Casi 40 años parecen confirmar que desaparecer no es borrarse. Las posturas políticas y humanas de la obra de Walsh pueden resonar entre académicos, periodistas de izquierda, intelectuales, pero que lo haga en el interior de la villa es un valor agregado.

En La isla de los resucitados, Walsh cuenta la historia de los parias, de los desterrados. Por enfermedad, por desigualdades económicas, por no tener una familia, por tener distintas estructuras psíquicas, ¿cuántas islas construimos en cada ciudad?

El violento oficio de escribir de Walsh sirvió para mantener en carne viva la memoria de los olvidados. Aún hoy este sigue siendo el desafío.

Laura Seara

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